XII.   PRESENCIA MARIANA EN EL CONCILIO VATICANO II

En todos los Concilios Ecuménicos[1], se ha sentido la presencia de la Virgen María comenzando por el de Nicea I en el 325. Gracias a Dios, en donde se ha manifestado y se ha sentido su presencia con una fuerza inusitada, como Intercesora, ha sido en el Concilio Vaticano II, desde su preparación, desarrollo y conclusión, a la postre, el mayor concilio[2] y el más decisivo e importante en la historia de la Iglesia.

 

Veamos lo que aconteció:

 

1. EL MUNDO ORÓ A MARÍA POR EL CONCILIO VATICANO II
2. EL CONCILIO VATICANO II PUESTO BAJO LA PROTECCIÓN DE LA VIRGEN
3. CIERRE DE LA TERCERA SESIÓN DEL CONCILIO VATICANO II
4. EN LA CLAUSURA DEL CONCILIO VATICANO II

 

 

1.    EL MUNDO ORÓ A MARÍA POR EL CONCILIO VATICANO II

El 27 de abril de 1959, el Papa Juan XXIII mediante un mensaje radiofónico exhortó a los ordinarios del lugar y a los fieles del mundo entero que durante el mes de mayo dirijan su súplica ardiente a la Virgen por la celebración y éxito del Concilio Vaticano II. Este fue su mensaje:

 

“Venerables hermanos en el episcopado y queridos hijos del orbe católico:

 

En nuestra edad, como los pueblos cristianos lo han comprobado y comprueban más de una vez por experiencia, la augusta Madre de Dios esta presente en las cosas humanas, y cuanto más se enfría la caridad, tanto más vehementemente incita ella a sus hijos a la piedad, a la virtud y a la penitencia de los pecados; y, a la par que por dondequiera se agravan pestilencias nefastas que nos amenazan, sentimos que es ella intercesora clementísima que suplica en favor nuestro a la divina misericordia y aparta los castigos merecidos por nuestras culpas. Tenemos, pues, una protectora que tiene gran valimiento ante la divina Majestad; tenemos una Madre que piadosísimamente se compadece de los trabajos que sufren sus hijos. Por lo cual arriesga su salud eterna todo el que, agitado por las tormentas de este mundo, se niega a asir la mano de salvación que ella le tiende.

 

María está, además, estrechísimamente unida con la Iglesia; ella, en efecto, perseverando en la oración juntamente con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén ( Hch 1,14), aguardó la venida del Espíritu Santo, que, el día sagrado de Pentecostés, la llenó de fuerza divina e hizo así que a ella se agregara muchedumbre de gentes. Es más, como dice nuestro predecesor Pío XII, “Ella fue la que con sus eficacísimas oraciones impetró que el Espíritu del Redentor divino, dado ya en la cruz, se confiriera, con dones prodigiosos, el día de Pentecostés a la Iglesia recién nacida”[3].

 

Ahora bien, ¿quién negará el propósito mismo de la Iglesia y las dificultades que la apremian no le toquen de manera especialísima a la Madre de Dios? Así, pues, el que siente con la Iglesia y desea sinceramente su adelantamiento, forzoso es que haga por ella a la Virgen María frecuentes y humildes oraciones.

 

Proclamamos, pues, firmemente tener la mayor confianza en las oraciones que, inflamados de su amor, dirigen los fieles a la Madre de Dios. Ahora bien, como quiera que durante el mes de mayo, consagrado por muy laudable costumbre a la Virgen Celeste, se celebran oraciones y cultos peculiares, hemos determinado avisar a todo el pueblo cristiano que ponga ahínco en impetrar a la Madre de Dios, durante este tiempo, el feliz éxito de la causa, que es, ciertamente, de la mayor importancia y gravedad. Porque, como ya de atrás hemos anunciado, determinamos juntar un Concilio ecuménico, cuyo objeto será tratar a fondo lo que grandemente interesa a toda la Iglesia.

 

Ahora bien, estamos persuadidos que para lograr cosa tan grande valen poco cualesquiera medios humanos; muchísimo, empero, las oraciones de los fieles, fervorosas y asiduas. Cuiden, por ende, los sagrados pastores de inducir a las ovejas que les están confiadas a que durante este mes de mayo dirijan fervorosas súplicas a la augusta Madre de Dios, ayudadora poderosísima del cristianismo y reina misericordiosísima de tierra y cielo.

 

El clero señaladamente, de uno y otro orden, al que abraza a María con singular amor, sepa que está llamado a encomendarle, durante este mismo tiempo, este propósito nuestro con grandes y continuas oraciones. Hagan lo mismo todas las religiones que, apartadas de las cosas humanas, sirven a Cristo en los conventos.

 

Esfuércese el pueblo cristiano en postrarse diariamente, durante este mes de las flores, ante el altar de la Virgen, a fin de celebrar con esta intención sus alabanzas y hacer una corona de hermosísimas peticiones del rosario.

 

Si no hubiere facilidad de frecuentar los templos, diríjanle las familias, dentro de las paredes domésticas, sus humildes súplicas. Los que luchan con la enfermedad ofrezcan sus dolores como sacrificio aceptísimo, a fin de hacer propicia a esta madre amantísima.

 

Finalmente, exhortamos a los niños y niñas, que brillan por su inocencia y gracia, que rueguen por esta causa, que tan atravesada llevamos en el corazón, a aquella, que, gloriosa por su hermosura virginal, recibe y escucha de mejor agrado las oraciones de los inocentes.

 

Las novenas particularmente que en todo el orbe de la tierra suelen hacerse antes de Pentecostés, y que este año caerán en el mes de mayo, háganse con más fervorosa voluntad, y todos, postrados ante los altares de la Madre de Dios, que con razón es llamada esposa del Paráclito, pidan los dones del mismo Espíritu Santo, a fin de que un nuevo Pentecostés sonría a la familia cristiana.

 

Así, pues, que la augusta Reina del Cielo, rogada por esta especie de concierto de oraciones de toda la Iglesia católica resuena ante su trono, escuche nuestros votos y calme nuestra esperanza. Mientras nos anima esta buena esperanza, os impartimos a vosotros, venerables hermanos, y a cuantos con buena voluntad respondieren a esta nuestra exhortación, la bendición apostólica con el mayor amor en el Señor”.


 

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2.      EL CONCILIO VATICANO II PUESTO BAJO LA PROTECCIÓN DE LA VIRGEN

El 8 de diciembre de 1960, fiesta de la Inmaculada, el Papa Juan XXIII, en la Basílica de Santa María la Mayor puso el Concilio Vaticano II bajo la protección de la Santísima Virgen María.

 

En esa ocasión el Papa Juan XXIII repitió las palabras de Pío IX que pronunció el 8 de diciembre  de 1869 en su discurso de apertura del Concilio Vaticano I:

 

“Tú, madre del amor hermoso, del saber y de la santa esperanza, Reina y defensora de la Iglesia, acógenos bajo tu maternal fe y tutela a nosotros y nuestras consultas y fatigas, y alcánzanos con tus oraciones ante Dios que permanezcamos siempre en solo espíritu y corazón”.

 

El 4 de octubre de 1962 pocos días antes de que se inicie el Concilio Vaticano II, el Papa “Bueno”, peregrinó al Santuario de la Virgen de Loreto para invocar su protección y auxilio.

 

En las palabras que le dirigió a la Virgen, en una de sus partes se expresó así:

 

“Oh María, Madre de Jesús y Madre nuestra, hemos venido aquí esta mañana para invocaros como primera estrella del Concilio que va a comenzar; como luz propicia en nuestro camino que se dirige confiado a la gran asamblea ecuménica que es universal expectación”.

 

Más adelante añadió:

 

“Hoy una vez más y en nombre de todo el episcopado, os pedimos dulcísima Madre llamada Auxilium Episcoporum para nosotros, obispo de Roma, y para todos los obispos del mundo, que nos alcancéis la gracia de entrar en el aula conciliar de la Basílica de San Pedro como entraron en el cenáculo los apóstoles y los primeros discípulos de Jesús: un solo corazón, un único latido de amor a Cristo y a las almas, un solo propósito de vivir e inmolarnos por la salvación de los pueblos y de cada uno de los hombres”.

 

El 11 de octubre de 1962, fiesta de la divina Maternidad de María[4], los Padres conciliares entraron procesionalmente a la Basílica de San Pedro cantando, entre otros himnos, el AVE MARIS STELLA.


 

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3.    CIERRE DE LA TERCERA SESIÓN DEL CONCILIO VATICANO II

DISCURSO PRONUNCIADO POR S.S. PABLO VI EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1964 EN LA CLAUSURA DE LA III SESIÓN DEL CONCILIO VATICANO II SOBRE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA MADRE DE LA IGLESIA

 

Mención especial merece este discurso que la iglesia a través del Vicario de Cristo le rindió a la Virgen, proclamándola Madre de la Iglesia, en reconocimiento a su intervención y protección, en la realización y el desarrollo del Concilio Vaticano II. Recogemos las partes más importantes de este discurso:

 

“A este fin hemos creído oportuno consagrar, en esta misma sesión pública, un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este concilio ha reconocido a la Virgen en la santa Iglesia.

 

Madre de la Iglesia, ruega por nosotros

Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.

 

Se trata de un título, venerable hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo encarnado.

 

La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores; es decir, de la Iglesia.

 

En señal de gratitud por la amorosa asistencia que nos ha prodigado durante este último período conciliar, que cada uno de vosotros, venerables hermanos, se comprometa a mantener alto en el pueblo cristiano el nombre y el honor de María, uniendo en ella el modelo de la fe y de la plena correspondencia a todas las invitaciones de Dios, el modelo de la plena asimilación a la doctrina de Cristo y su caridad, para que todos los fieles, agrupados por el nombre de la Madre común, se sientan más firmes en la fe y en la adhesión a Cristo, y también fervorosos en la caridad para con los hermanos, promoviendo el amor a los pobres, la justicia y la defensa de la paz. Como ya exhortaba el gran San Ambrosio, viva en cada uno el alma de María para glorificar a Dios. (San Ambrosio, In Lc 2,26: ML 15, I, 642).

FERVIENTE INVOCACIÓN A LA INMACULADA REINA DEL UNIVERSO

Virgen María, Madre de la Iglesia, te recomendamos toda la Iglesia, nuestro concilio ecuménico.

Socorro de los obispos, protege y asiste a los obispos en su misión apostólica, y a todos aquellos sacerdotes, religiosos y seglares que con ellos colaboran en su arduo trabajo. Tú, que por tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora, fuiste presentada como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano, que en ti confía.

Acuérdate de todos tus hijos; avala sus preces ante Dios conserva sólida su fe, fortifica su esperanza, aumenta su caridad.

Acuérdate de aquellos que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros; especialmente de aquellos que sufren persecución y se encuentran en la cárcel por la fe. Para ellos, Virgen Santísima, solicita la fortaleza y acelera el ansiado día de su justa libertad.

Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados y dígnate unirnos, tú que has engendrado a Cristo, fuente de unión entre Dios y los hombres.

Templo de la luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo unigénito. Mediador de nuestra reconciliación con el Padre (cf. Rm. 5, 11), para que sea misericordioso con nuestras faltas y aleje de nosotros la desidia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.

Finalmente, encomendamos a tu Corazón inmaculado todo el género humano: condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo Jesús; aleja de él el flagelo del pecado, concede a todo el mundo la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor. Y haz que toda la Iglesia, celebrando esta gran asamblea ecuménica, puede elevar a Dios de las misericordias un majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, un himno de gozo y alegrías, pues grandes cosas ha obrado el Señor por medio tuyo, clemente, piadosa y dulce Virgen María”.

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4.    EN LA CLAUSURA DEL CONCILIO VATICANO II

El 8 de diciembre de 1965 en la festividad de la Inmaculada Concepción, S.S. Pablo VI clausuró el Concilio Vaticano II en la Basílica de San Pedro.

 

Durante el rito sagrado conclusivo el Papa pronunció después del evangelio un saludo universal al pueblo católico. Al concluir su saludo se dirige a la Virgen María con estas palabras:

 

“Pero observad lo que ocurre esta mañana. Mientras clausuramos el Concilio Ecuménico, festejamos a María Santísima, la Madre de Cristo, y, por tanto, como otras veces hemos dicho, la Madre de Dios y nuestra Madre espiritual. María Santísima quiere decir la Inmaculada, esto es, inocente, magnífica, perfecta; en una palabra, la Mujer, la verdadera Mujer ideal y real a la vez; la criatura en la que se refleja la imagen de Dios con nitidez absoluta, sin perturbación alguna, como sucede con el resto de las criaturas humanas. ¿De qué otra manera podría terminar este nuestro saludo final y esta nuestra ascensión conciliar del espíritu si no fijando nuestra vista en esta Mujer humilde, hermana nuestra y a la vez nuestra madre y reina celestial, espejo nítido y sagrado de la suprema belleza? y ¿de qué otro modo podría comenzar nuestro trabajo postconciliar? ¿no se convierte para nosotros esta belleza de María en modelo inspirador y en esperanza confortadora? este es nuestro saludo más expresivo y más eficaz. Quiéralo así el Señor”.

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[1] Concilio Ecuménico, según el Código de Derecho Canónico “es una asamblea convocada y presidida por el Papa, que reúne a los Obispos y otros Prelados que representan a la Iglesia Católica universal”. 

[2] El Concilio Ecuménico del Vaticano II, fue el número 21 de los Concilios celebrados por la iglesia, en el que participaron más de 2000 padres conciliares. Durante tres años y dos meses que duró el Concilio realizaron cuatro sesiones, de varias semanas de duración, (cada una). En estas sesiones elaboraron dieciséis documentos conciliares: Cuatro constituciones, nueve decretos,  y tres declaraciones. 

[3] Encíclica Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 248.

[4] Anteriormente se celebraba la fiesta en esta fecha. La iglesia lo ha vuelto a fijar el 1 de enero con el título de «María, Madre de Dios».