I.      LA VIRGEN MARÍA 

Fray Antonio Corredor, ofm, Director del Secretariado para España del Círculo Mariano de Bendición[1], en su libro “María en Ejemplos” hace un magnífico resumen de la vida de la Virgen María, según los evangelios y la tradición:  

 

“Los padres de la Virgen fueron San Joaquín y Santa Ana, los cuales, aunque de ascendencia real, vivían en una condición modesta. Se cree que eran vecinos de Nazaret, pero otros afirman que de Jerusalén.

 

Eran estériles, mas el Ángel del Señor les anunció que tendrían descendencia en su matrimonio.

 

Y nació una niña a la que pusieron el nombre de María, que quiere decir “muy amada”, “soberana”, “beldad omnipotente”.

 

Transcurrido el tiempo reglamentario, Santa Ana presentó en el Templo a su hija.

 

Después, a los tres años, la consagraron sus padres al Señor, y la dejaron con otras jovencitas, al servicio del Templo.

 

Se educaba esmeradamente y recibía, sobre todo, especial formación religiosa.

 

Por entonces fallecieron sus padres Joaquín y Ana.

 

A los catorce años, fue desposada con un varón justo, llamado José, de oficio carpintero, que debía tener, según costumbre entre los judíos, unos dieciocho años de edad.

 

Los dos habían hecho voto de virginidad y decidieron vivir en Nazaret.

 

Un día, estando en oración, se aparece a María el Arcángel San Gabriel, y le anuncia que iba a ser Madre de Dios, misterio que se realiza, al pronunciar la Virgen aquellas palabras: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”.

 

Visita, después, a su prima Santa Isabel, la cual, al verla, le da la enhorabuena, contestándole María con el maravilloso cántico del “Magníficat”.

 

En sus sueños, se aparece un Ángel a San José y le disipa las dudas que lo atormentaban sobre el estado de su esposa María.

 

Según decreto del César, viajan a Belén, para empadronarse, María y José, y allí nace el Niño Jesús, al que Ella atiende y cuida como verdadera madre.

 

Los pastores avisados por el Ángel, marchan gozosos, a adorar al Mesías.

 

A los ocho días del nacimiento, celebran la circuncisión, y le ponen por nombre Jesús, que quiere decir Salvador.

 

Pasados cuarenta días, llevan al Niño al Templo de Jerusalén, para el rito de la purificación y para la presentación del Niño al Señor.

 

El anciano Simeón profetiza a María que una espada traspasaría su alma de dolor. Sigue la Sagrada Familia viviendo en Belén, y por entonces se realiza la adoración de los Reyes Magos, que ofrecen al Niño - Dios, oro, incienso y mirra.

 

Huyendo de la persecución de Herodes, José y María se instalan, con el Niño, en Egipto.

 

A un aviso del Ángel, regresan del exilio, domiciliándose en Nazaret.

 

A los doce años, Jesús se pierde en Jerusalén, donde al cabo de tres días, le encuentran sus padres en el Templo, sentado entre los Doctores de la Ley.

 

José y María viven, en Nazaret, dieciocho años más, y Jesús les estaba sujeto.

 

Muere San José en brazos de Jesús y de María.

 

Se despide Jesús de su Madre y recibe el bautismo de manos de San Juan Bautista. Madre e Hijo son invitados a las bodas de unos familiares en Caná de Galilea, y obra el Mesías el primer milagro a instancias de su Madre.

 

María baja a Cafarnaún con Jesús y los parientes.

 

En Nazaret, intentan arrojar al Señor desde la cima del monte, escena que, según la tradición contempla inquieta, María Santísima.

 

Durante la vida pública del Salvador, su Madre se mantiene en el silencio.

 

Es probable que asistiera a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el domingo  de Ramos.

 

En la calle de la Amargura, se encuentra con su Hijo, nuestro divino Salvador. Sigue tras él hasta la cima del Calvario, y allí asiste a la Crucifixión y permanece tres horas junto a la Cruz.

 

Oye las palabras de Jesús, señalándole a San Juan: “¡Mujer, he ahí a tu Hijo!”, y dirigiéndose a San Juan: “¡He ahí a tú Madre!”.

 

Escucha también la última frase del Redentor, poco antes de morir: “¡Todo está consumado!” José y Nicodemo bajan de la Cruz el cuerpo ensangrentado de Jesús y lo colocan sobre las rodillas de la Madre Dolorosa.

 

Los discípulos conducen el sagrado cuerpo al sepulcro, y los siguen la Virgen y las tres Marías.

 

El domingo, o sea, al tercer día, resucita Jesús, victorioso, y a la primera persona a quien se aparece es a su Madre, para consolarla.

 

En el Monte de los Olivos, la Virgen, con los discípulos, asisten a la Ascensión del Señor.

 

Hallándose los apóstoles en el Cenáculo, con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, reciben al Espíritu Santo, el día de Pentecostés.

 

Presta ayuda y consuelo a la Iglesia naciente y narra a San Lucas todo lo que éste escribe en su Evangelio sobre el nacimiento y la infancia de Jesús.

 

Viviendo todavía en carne mortal, se aparece al apóstol Santiago, en Zaragoza, y lo anima a seguir evangelizando a los españoles.

 

Según la tradición, el Arcángel San Gabriel comunica a María Santísima su inminente extinción terrenal, aunque sin pasar por la corrupción del sepulcro.

 

Los apóstoles y discípulos de Jesús, esparcidos por el mundo entero, se encuentran prodigiosamente reunidos en la Ciudad Santa y asisten al tránsito y sepelio de la Virgen María.

 

Se cree que la Virgen vivió sesenta y dos años en este mundo.

 

Al tercer día, resucitó triunfalmente, siendo asunta al Cielo.

 

Allí es coronada por la Santísima Trinidad como Reina de la Creación, de los Ángeles y de los Santos.

 

Y desde allí ejerce su misión de omnipotencia suplicante, de mediadora y dispensadora de las gracias de la Redención”.

SAN EPIFANIO LA RETRATÓ MAGISTRALMENTE[2]

San Epifanio, nos ha dejado un espléndido retrato de la Virgen María que recogió de la tradición:

 

“No era alta, pero sí de una estatura poco más mediana; su tez algo bronceada por el sol de su tierra, como la de Sulamita (Ct 1, 6) tenía el rico matiz de las doradas espigas; su cabello era rubio; sus ojos, vivos, con pupilas de color un poco aceitunado, cejas perfectamente arqueadas y negras; nariz aguileña, de forma acabada; labios rosados; el corte de la cara; un óvalo hermoso; sus manos y dedos eran largos.

 

Era la más consumada expresión de la divina gracia en consorcio con la belleza humana; todos los Santos Padres confiesan a porfía y unánimes esta tan admirable hermosura de la Virgen. Pero el encanto de la belleza de la Virgen no era debido al cúmulo de perfecciones naturales: emanaba de otra fuente superior. Esto lo comprendió bien San Ambrosio, cuando dijo que tan atractivo exterior no constituía sino una gracia, a través de la cual se transparentaban todas las virtudes de su interior; y que su alma - la más noble, la más pura que jamás existió, después de la de Jesucristo- se revelaba enteramente en su mirada. La hermosura natural de María era solo un lejano reflejo de sus bellezas espirituales e imperecederas.

 

Entre todas las mujeres era la más bella, porque era la más casta y la más santa.

 

En todos los modales de la Virgen reinaba la más encantadora modestia; era buena, afable, compasiva, y nunca mostraba enfado alguno contra los afligidos, al oír sus largas quejas. Hablaba poco, siempre al caso, y nunca mancilló sus labios con la mentira. Su voz era dulce y penetrante; y sus palabras tenían un no sé qué de bondad y consuelo, que infundían paz en las almas.

 

Siempre la primera en velar, la más exacta en el cumplimiento de la ley divina, la más humilde; en fin, la más perfecta en todas las virtudes.

 

Ni una sola vez se la vio airada; nunca ofendió, ni causó pena, ni reprochó a nadie. Era enemiga de toda ostentación, sencilla en su vestir, sencilla en sus modales.

 

Ni por asomo le vino el deseo de exhibir su hermosura ni su antiguo y noble abolengo, ni los tesoros que enriquecían su mente y su corazón.

 

Su misma presencia parecía santificar a cuantos la rodeaban, y su sola vista bastaba para desterrar todo pensamiento terreno.

 

Su cortesía no era simple fórmula compuesta de palabras vanas, era expresión de la universal benevolencia que brotaba de su alma. En fin, todo en Ella reflejaba a la Madre de Misericordia.


 

[1] El Circulo Mariano de Bendición lo fundó la Sra. C. Krause. La idea de la Obra le vino el 8 de diciembre  de 1949 cuando asistía a misa en el santuario de Westfalen. El primer miembro del CMB fue el sacerdote Federico Schmidt. Sus estatutos fueron entregados al Papa Pío XII y aprobados en el mes de noviembre de 1953. El Papa Pablo VI bendijo la Obra.

[2] San Epifanio de Chipre (315-403) como se lo conoce, nació en Judea. Se ordenó de sacerdote. En el año 367 fue elegido Obispo de Salamis-Chipre.

No hay que confundirlo con el monje bizantino San Epifanio de Constantinopla que vivió a finales del siglo VIII y principios del IX. San Epifanio de Constantinopla, está considerado como el autor del más antiguo escrito que se conoce, sobre “la vida de Virgen María”. En este escrito, San Epifanio el monje, a modo de pinceladas, le hace un retrato bellísimo a la Virgen:

“Su figura y conducta era así: respetable en todo, hablaba poco, obedecía con prontitud, era afable y muy modesta con los varones, seria y sosegada, fervorosa en la oración, reverente, cortés y respetuosa con los hombres, de tal manera que todos admiraban su inteligencia y sus palabras.

Era de mediana estatura, pero algunos dicen que de algo más que mediana. Era de color trigueño, de cabellos rubios, de ojos claros y mirada suave, con cejas oscuras y nariz fina y proporcionada. Era también fina en sus manos y dedos, rostro alargado, llena de lozanía y de gracia divina. Sin ningún orgullo, opuesta a la fastuosidad y a la molicie. Poseía una extraordinaria humildad y, por eso, Dios puso en Ella sus ojos, como dijo Ella misma glorificando al Señor. Prefería llevar vestidos sin teñir, como lo atestigua su sagrado velo.

Hilaba lana, de la que se destinaba para el templo del Señor, en el que Ella se sustentaba, siendo constante en las plegarias, la lectura, el ayuno., el trabajo manual y todas las virtudes, de modo que María, realmente santa, vino a ser maestra de muchas mujeres, por su estado de vida y variedad de labores”.