Vestido.

El vestido es, como el alimento y el techo, condición primordial de la existencia humana (Eclo 29,21); la bendición asegura pan y vestido (Dt 10,18; cf. Gén 28,20). el castigo. hambre y desnudez (Dt 28,48). El vestido protege contra las intemperies: no se debe guardar como prenda la capa del pobre cuando cae sobre él el frío de la noche (Éx 22,25). Aparte estos datos elementales, el simbolismo del vestido se orienta en una dirección doble. Por una parte significa un mundo ordenado por el creador, y por otra, la promesa de la gloria perdida en el paraíso.

1. EL VESTIDO, REFLEJO DEL ORDEN DIVINO DEL MUNDO.

El Creador, sustrayendo las cosas al caos original, asignó a cada una de ellas su puesto en un mundo ordenado. Así el vestido aparece como signo de la persona humana en su identidad y en su distinción.

1. Vestido y persona humana.

En un primer estadio el vestido protege al cuerpo no sólo contra las intemperies, sino también contra las miradas que pudieran reducir a la persona a objeto de codicia, haciéndola volver al caos de la indistinción de que Dios la había sacado. Así se funda la prohibición de “levantar el velo” que protege al grupo parental (Gén 9,20-27), uterino (Gén 34; 2Sa 3) y conyugal (Lev 18): la vida privada de cada uno está protegida por el vestido.

El vestido facilita igualmente la distinción de los sexos y puede simbolizar sus relaciones. Hombre y mujer deben llevar vestidos distintos (Dt 22,5; cf. Lev 19,19). La mujer se vela el rostro por razones precisas, como en el encuentro prenupcial, especie de rito de consagración al que la ha escogido (Gén 24,65); responde al gesto del prometido que le comunica lo que tiene, “extendiendo sobre ella los pliegues de su manto” (Rut 3,9; cf. Dt 23,1): así no toma “posesión” de ella (cf. Rut 4,7; Dt 25,9; Sal 60,10), sino que confiere a la elegida la gloria de su propia persona.

El vestido refleja la vida en sociedad. Para cada célula de la comunidad es como el signo de una vida armoniosa que nace del trabajo en común (esquileo: 1Sa 25,4-8; tejeduría: Prov 31,10-31; Hech 18,3; confección: Hech 9,39), de una sabia administración y de la ayuda mutua. Dar uno su mano es signo de fraternidad; Jonatás concluye así alianza con David (1Sa 18,3s), pues el vestido hace con la persona una alianza única reconocida por los que se aman (Gén 37,33), por ejemplo, en el perfume que de él emana (Gén 27,15.27; Cant 4,11). El lujo ostentoso que acusa vergonzosamente la desproporción de los niveles de vida en lugar de tratar de ponerles remedio (Eclo 40,4; Sant 2,2) atrae las maldiciones de los profetas y de los apóstoles. Vestir a otro cuando está desnudo es un precepto vital que se impone en justicia (Ez 18,7) a la comunidad so pena de descomposición: es más que “calentar los miembros” (Job 31,20), es hacerle renacer a la vida común (Is 58,7), rehacer para él lo que Dios ha hecho para todos (Dt 10,18s), sacarlo del caos. Sin esta justicia la caridad esta muerta (Sant 2,15). “Da, pues, hasta tu manto” (Mt 5,40), dice Cristo, significando con esto que hay que dar la propia persona al que lo pide.

2. Vestido y funciones humanas.

No se lleva siempre el mismo vestido: hay que distinguir los tiempos de la vida, lo profano y lo sagrado, el trabajo y la fiesta. Si el trabajo puede exigir que se quite uno el vestido (In 21,7), existen en cambio, toda clase de vestidos de fiesta.

Cambiar de vestido puede significar que uno pasa de lo profano a lo sagrado; así el pueblo en, espera de la teofanía (Éx 19,10; Gén 35,2) o los sacerdotes a la entrada y a la salida del atrio interior (Éx 28,2s; Lev 16,4; Ez 44,17ss; Zac 3); así también cuando intervienen las categorías de lo puro y de lo impuro (Lev 13-15). En fin, el vestido caracteriza las grandes funciones en Israel. Entre los hábitos regios (1Re 22,30; Hech 12,21), hay una túnica de púrpura con broche de oro (1Mac 11,58; 14,44). Para confirmar la unción regia extiende el pueblo sus vestidos bajo los pies del rey (2Re 9,13; Mt 21,8: ¡que él los cubra de gloria (cf. 2Sa 1,24)! El profeta lleva una zamarra por encima de un paño de cuero (Zac 13,4; Mt 3,4 p), semejante al canto que Elías extendió sobre Eliseo dándole la vocación profética (IRe 19,19); transmitiendo este vestido se puede comunicar el carisma profético (2Re 2,13ss). El sumo sacerdote recibe también la investidura “vistiendo los vestidos sagrados” (Lev 21,10); con otros vestidos simbólicos (Éx 28-29; Lev 16; Ez 44; Eclo 45,7-12) un “hombre irreprochable” puede “afrontar la cólera divina, el exterminador retrocede” (Sab 18,23ss; cf. 1Mac 3,49).

II. VESTIDO Y DESNUDEZ, SÍMBOLOS ESPIRITUALES.

El vestido es también signo de la condición espiritual del hombre. Esto lo muestra en compendio el relato del paraíso y lo narra la historia sagrada.

1. En el paraíso.

Adán y Eva, después de abrírseles los ojos por el conocimiento prohibido, supieron que estaban desnudos (Gén 3,7); hasta entonces se sentían en armonía con el medio divino por una especie de gracia que revestía su persona como un vestido. En adelante su cuerpo entero, y no sólo su sexo, lleva la señal de que algo le falta delante de la presencia divina; un cinturón vegetal no basta para disimularlo; los pecadores se ocultan entre los árboles del huerto porque el pudor nace delante de la majestad divina: “Tuve miedo porque estaba desnudo.” Ya no llevan la marca que justifica el acercamiento familiar de Dios: han perdido el sentido de su pertenencia al Señor y quedan sorprendidos de su desnudez como ante un espejo que no refleja ya la imagen de Dios.

Pero Dios no despide a los pecadores sin antes revestirlos él mismo con túnicas de piel (Gén 3,21). Esta vestidura no suprime el desamparo; es signo de que están llamados a la dignidad que han perdido. El vestido es ahora ya signo de una dualidad: afirma la dignidad del hombre caído y la posibilidad de revestirse de una gloria perdida.

2. La historia de la alianza se simboliza con frecuencia por medio del vestido que entonces significa la gloria perdida o prometida. Dios inaugura una comunicación íntima de su gloria: como un pastor, envuelve al niño hallado en el caos del desierto (Dt 32,10); como un rey, llena el templo con los pliegues de su manto (Is 6,1); como un esposo, extiende su manto sobre el pueblo (Ez 16,8ss) al que reviste no con pieles de animales, sino “con lino fino y seda”, como si lo hiciera sacerdote (cf. Éx 28,5.39.42). Yahveh le comunica su propio esplendor (Ez 16,13s); pero la esposa regia no se mantiene fiel. Ezequiel, apoyándose en las costumbres de los altos lugares idolátricos, prosigue la alegoría con crudeza, mostrando a la esposa que se exhibe desnuda a la vista de todos: “De sus vestidos hace altos lugares de ricos colores” y se prostituye a todo el que pasa (16,15ss; cf. Os 2,9ss). Siendo así que su vestido no hubiera debido gastarse, como en otro tiempo en la larga marcha por el desierto (Dt 8,4), vemos que envejece, que cae en jirones (Is 50,9), roído por la tiña y la polilla (51,8).

Sin embargo, el designio de Dios se realizará, contra corriente, sacando del mal el remedio. Por una parte convierte Yahveh a Israel en una tierra desnuda, cambiando en furor destructor la codicia de sus amantes (Ez 16,27; Jer 13.26), hasta que un resto alcance por fin en el desamparo la gracia del retorno. Por otra parte, un siervo “sin belleza y sin lustre” enviado por él va a curar a su pueblo de sus pasiones, humillándose hasta la muerte (Is 53,12); y Sión podrá ceñirse a la vez de sus demoledores y de sus reconstructores “como lo haría una prometida” (49, 17s). Entonces Yahveh, revestido de la justicia como de coraza, de la venganza como de túnica, y envuelto en celos (59,17), va a ataviar a su esposa con el manto de justicia (61,10).

3. Cristo, vestido de gloria.

Para que Israel quede así ataviado es menester que Cristo, verdadero siervo, sea despojado de sus vestidos (Mt 27,35; Jn 19,23), entregado a la parodia de una investidura regia (Jn 19,2s...), convertido en un “hombre distinto, privado de pertenencia legal. Pero este hombre es el Hijo de Dios cuya gloria es incorruptible. Ya en la transfiguración, en el resplandor de sus vestidos, se mostró gloriosa su carne (Mt 17,2), como también había sido capaz de hacer que el poseso de Gerasa volviera a tomar sus vestidos (Mc 5,15; cf. Hech 19,16). Después de la resurrección el Señor, como los ángeles que la anuncian (Mt 28,3 p), sólo guarda de los vestidos lo esencial: el resplandor, signo de su gloria (Hech 22,6-11; 10, 30; cf. 12,7); y sin embargo, los ojos todavía no bien abiertos de María de Magdala o de los peregrinos de Emaús no ven en un principio sino a un hortelano o un viajero (Jn 20, 15; Lc 24,15s): es que la gloria no se manifiesta sino a la fe plena. Para el creyente hace Cristo la ardiente guerra de la ira revestido con un manto que lleva la inscripción: “rey de reyes y señor de los señores” (Ap 19.16).

4. El vestido de los elegidos.

El orden de la creación se ha hecho ya perceptible a los ojos de la fe. En este orden divino, cuyos testigos son los ángeles, dice Pablo (iCor 11, 10), Adán refleja la gloria de Dios a rostro descubierto (cf. 2Cor 3,18), como Cristo que es su cabeza (1Cor 11,3s); Eva, creada no ya idéntica, sino complemento de Adán (11,8s), debe llevar el signo de su dominio de sí misma en la subordinación: por el velo se niega a ofrecer su “gloria” (11,6.10.15) indistintamente al dominio de las miradas (11,5.13; cf. 1Tim 2,9.14); este velo señala la plena posesión de sí en la consagración, lo contrario de una enajenación. Pero esta gloria no se manifestará sino el día de la resurrección.

En efecto, todo hombre está llamado a entrar en el movimiento de gloria inaugurado por Cristo. Si de un grano desnudo depositado en la tierra puede hacer Dios un cuerpo resplandeciente, también puede hacer del cuerpo de todo hombre un cuerpo incorruptible (iCor 15,37.42) y por encima del vestido corruptible puede revestir al hombre de un vestido incorruptible (2Cor 5,3ss). Ahora ya la humanidad sale de su desnudez, adquiere libertad, filiación, derecho a la herencia divina por el acto de “revestirse de Cristo”. Con los que se han despojado del hombre viejo y se han revestido del hombre nuevo (Col 3,10; Ef 4,24) por la fe y por el bautismo (Gál 3, 25ss), constituye Dios una comunidad perfecta y “una” en Cristo (3,28), animada por un principio ontológico nuevo, el Espíritu. Los miembros tienen que luchar, pero con “armas de luz” (Rom 13,12), y la desnudez misma no podrá separarlos de Cristo (Rom 8,35).

Los que triunfan “lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del cordero” (Ap 7,14; 22.14). Ahora ya no puede fallar la esposa; a lo largo de la historia se atavía para las nupcias: “se le ha dado revestirse del lino de una blancura resplandeciente” (19,7s). Cuando enrolle Dios los cielos y la tierra como un tejido que ha hecho ya su servicio para reemplazarlos por otros nuevos (Heb 1,11s), y cuando hayan tomado asiento los protagonistas del juicio con vestiduras blancas en su mayoría (Ap 3,4s: 7,9-14), la nueva Jerusalén, ataviada como una desposada (21,2), irá por fin al encuentro del esposo. Entonces “la ciudad puede privarse del resplandor del sol y de la luna, la gloria de Dios la ha iluminado y el cordero le sirve de antorcha” (21,23).

EDGAR HAULOTTE