Tierra.

La vida del hombre depende enteramente de las riquezas que oculta la tierra y de la fertilidad de su suelo; es la tierra el marco providencial de su vida: “Los cielos pertenecen a Yahveh, pero la tierra se la ha dado a los hijos de Adán” (Sal 115,16). Sin embargo, la tierra no es sólo el marco de la vida del hombre: entre ella y él hay un vínculo íntimo. El hombre salió de ésa, adamah (Gén 2,7; 3,19; cf. Is 64,7; Jer 18;6), de la que toma su nombre: Adán. Todas las civilizaciones antiguas percibieron este vínculo íntimo entre la tierra y el hombre, hasta el punto de expresarlo bajo la imagen muy realista de la tierra madre o de la tierra mujer; así lo hizo también Israel. Dios utiliza incluso la experiencia que de sus vínculos con la tierra va a hacer el hombre en el interior de la alianza, para llevarlo a descubrir los vínculos que quiere establecer con él.

Así no sorprende ver que la tierra y sus bienes materiales ocupan un puesto importante en la revelación: la tierra está. asociada al hombre en toda la historia de la salvación, desde los orígenes hasta la espera del reino venidero.

AT.

1. EL MISTERIO DE LOS ORÍGENES.

1. La tierra, creación y propiedad de Dios.

“En el principio” creó Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1). La Biblia presenta dos cuadros sucesivos de esta génesis, anterior al hombre, pero ordenada a él. Por un lado separa Dios de las aguas el continente al que llama “tierra”, luego lo puebla (1,9-25); por otro lado es la tierra un desierto vacío y estéril (2,4-6) donde va Dios a plantar un huerto para situar en él al hombre. De todos modos la tierra depende enteramente de él; es cosa suya: “de él es la tierra” (Sal 24,1; 89,12; cf. Lev 25,23). Como Dios es el creador de la tierra, tiene sobre ella un derecho absoluto; sólo él dispone de sus bienes (Gén 2,16s), establece sus leyes (Éx 23,10), la hace fructificar (Sal 65; 104). Él es su Señor (Job 38,4-7; Is 40,12.21-26); ella es su escabel (Is 66,1; Hech 7,49). Como toda la creación, le debe alabanza (Sal 66,1-4; 96; 98,4; Dan 3,74), que cobra forma y lenguaje en los labios del hombre (Sal 104).

2. La tierra, heredad del hombre.

Si Dios sacó e hizo emerger al hombre de la tierra, insuflándole un hálito de vida, fue para confiarle esta tierra y hacerlo dueño de ella. El hombre debe dominar en ella (1,28); la tierra es como un huerto del que él ha sido constituido administrador (2, 8.15; Eclo 17,1-4). De ahí ese nexo íntimo entre ambos, que tiene tantas resonancias en la Escritura. Por un lado el hombre, con su trabajo, imprime su marca en la tierra. Pero por otro lado la tierra es una realidad vital que modela en cierto modo la psicología del hombre. Su pensamiento y su lenguaje recurren constantemente a imágenes de la tierra: “Haced siembra de justicia, segad una cosecha de bondad... ¿Por qué habéis labrado el mal?” (Os 10,12s). Isaías, en su parábola del cultivador (Is 28, 23...), explica las pruebas que son necesarias para la fecundidad sobrenatural, partiendo de las leyes del cultivo, mientras que el salmista compara su alma angustiada con una tierra sedienta de Dios (Sal 63,2; 143,6).

3. La tierra, maldita por causa del pecado.

Si es tan estrecho el nexo entre el hombre y la tierra, ¿de dónde viene, pues, esa hostilidad entre el hombre y la naturaleza ingrata, que pueden experimentar sucesivamente todas las generaciones? La tierra no es ya para el hombre un paraíso. Ha entrado en juego una misteriosa prueba y el pecado ha viciado sus relaciones. Cierto que la tierra sigue actualmente gobernada por las mismas leyes providenciales que estableció Dios en los orígenes (Gén 8,22) y este orden del mundo da testimonio del creador (Rom 1,19s; Hech 14, 17). Pero el pecado acarreó para la tierra una verdadera maldición que hace que produzca “abrojos y espinas” (Gén 3,17s). Es un lugar de prueba, donde el hombre sufre hasta que vuelva finalmente al barro de donde salió (3,19; Sab 15,8). Así la solidaridad del hombre con la tierra sigue afirmándose, tanto para lo mejor como para lo peor.

II. EL PUEBLO DE DIOS y SU TIERRA.

La tierra, ligada con el hombre por sus orígenes, conservará su función en la revelación bíblica: a su manera se mantiene en el centro de la historia de la salvación.

1. La experiencia patriarcal.

Entre Babilonia, tierra extranjera y amenazadora, de donde Dios saca a Abraham (Gén 11,31-12,1), y Egipto, tierra tentadora y lugar de esclavitud, de donde sacará Dios a su posteridad (Éx 13,9..1 van a hallar los patriarcas en Canaán un lugar de permanencia que será para su posteridad la tierra prometida, “que mana leche y miel” (Éx 3,8). En efecto, esta tierra la promete Dios a Abraham (Gén 12,7). Después de él la recogen los antepasados de Israel antes de que venga a ser su heredad (Gén 17,8). Todavía son allí extranjeros con morada provisional: sólo les guían las necesidades de sus ganados. Pero aún más que pastos o pozos hallan en ella el lugar donde se les manifiesta el Dios vivo. Los robles (Gén 18), los pozos (26,15ss; cf, 21,3s), los altares erigidos (12,7) son testigos que guardan el recuerdo de estas manifestaciones. Algunos de estos lugares llevan su nombre: Betel, “casa de Dios” (28,17ss), Penuel, “rostro de Dios” (32,31). Con la gruta de Macpela (23) inaugura Abraham la posesión jurídica de una parcela de esta tierra prometida; Isaac, Jacob, José querrán reposar en ella, haciendo así de Canaán su patria.

2. El don de la tierra.

La promesa de Dios renovada (Gén 26,3; 35, 12; Éx 6,4) mantuvo en los hebreos la esperanza de la tierra en que se establecieron. De Egipto, tierra extranjera (cf. Gén 46,3) los hace salir Yahveh; sin embargo, para entrar en la tierra prometida se requiere primero el abandono, “la asombrosa soledad del desierto” (Dt 32,10). Israel, el “pueblo escogido entre todas las naciones que hay en la tierra” (Dt 7,6) no debe tener otra posesión que a Dios. Purificado, puede entonces conquistar a Canaán, “lugar donde no falta nada de lo que se puede tener en la tierra” (Jue 18,10). Yahveh interviene en esta conquista: él es quien da la tierra a su pueblo (Sal 135,12). Obtenida sin fatiga (los 24, 13), es un regalo gratuito, una gracia, como la alianza de la que deriva (Gén 17,8; 35,12; Éx 6,4 8). E Israel se entusiasma, porque Dios no lo ha decepcionado. “Es un país bueno, muy bueno” (Núm 14,7; Jue 18.9) que contrasta con la aridez y la monotonía del desierto; es el paraíso terrenal recobrado. Por eso a este “dichoso país de torrentes y de fuentes..., país de trigo y de cebada, de viña, de higueras, de granos, país de olivos, de aceite, de miel, país donde no está medido el pan” (Dt 8,7ss) se apega el pueblo sin titubear. ¿No lo tiene de Dios como herencia (Dt 15,4), de ese Dios al que quiere servir exclusivamente (Jos 24,16ss)? La tierra y sus bienes le serán así un recuerdo permanente del amor y de la fidelidad de Dios a su alianza. Quien posee la tierra posee a Dios; porque Yahveh no es ya solamente el Dios del desierto: Canaán ha venido a ser su residencia. A medida que transcurren los siglos se le cree tan ligado con el país de Israel que David no cree posible adorarlo en el extranjero, tierra de otros dioses (1Sa 26,19) y que Naamán se lleva a Damasco un poco de tierra de Israel para poder dar culto a Yahveh (2Re 5,17).

3. El drama de Israel en su tierra.

a) La ley de la tierra.

La tierra prometida fue dada a Israel como su “posesión” (Dt 12,1; 19,14), una posesión que debe procurarle la felicidad. Pero no sin esfuerzo por su parte: el trabajo es una ley para quienquiera recibir las bendiciones divinas, y los libros sagrados son severos con los perezosos que duermen en el tiempo de siega” (Prov 10,5; 12,11; 24,30-34). Israel, colono de Dios en un suelo en el que es “extranjero y huésped” (Lev 25,23; Sal 119,19), tiene además que cumplir diversas obligaciones. En primer lugar, debe manifestar a Dios su alabanza, su acción de gracias, su dependencia. Tal es el sentido de las fiestas agrarias (Éx 12,14...), que asocian su vida cultual con los ritmos mismos de.la naturaleza: fiestas de los ázimos, de la siega, de las primicias (Éx 23,16), de la recolección. Además, el uso de los productos del suelo está sometido a reglas precisas: hay que dejar espigar al pobre y extranjero (Dt 14,29; 24,19-21); para no esquilmar el suelo hay que abandonar sus productos cada siete años (Éx 23,11). Esta ley de la tierra, a la vez religiosa y social, marca la autoridad de Dios, a quien pertenece el suelo por derecho. Su observancia debe distinguir a Israel de los labradores paganos que le rodean.

b) Tentación y pecado.

Ahora bien, aquí es precisamente donde Israel va a tener que habérselas con la prueba y la tentación. A su tierra ha ligado su actividad y su vida: campo, casa, mujer son sus puntos de apoyo (Dt 20,5ss). Venido a ser terrateniente y sedentario, fácilmente reduciría a las dimensiones de su campo y de su viña su manera de comprender a Dios. Israel realiza la experiencia de la tierra madre y de la tierra mujer, en su sentido pagano de estas imágenes. Al mismo tiempo que aprende de los cananeos las leyes de su vida agrícola, tiende a adoptar sus costumbres religiosas, idolátricas, materialistas. Y así Yahveh se convierte a menudo para él en un Baal (señor del país) protector y garante de la fertilidad (Jue 2,11). De ahí la reacción violenta de un Gedeón (6,25-32), y más tarde la de los profetas, que fustigan a “los que añaden casa a casa y juntan campo a campo” (Is 5,8); pondrán en guardia contra los peligros de la sedentarización y de la propiedad, en la que verán una fuente de robos (cf. 1Re 21,3-19), de rapiñas (Miq 2,2), de injusticias, de diferencias de clases, de enriquecimiento que provoca la soberbia y la envidia (cf. Job 24,2-12). ¿Cómo podrá el Dios santo soportar esas cosas? ¿No es evidente que Israel, en lugar de hallar en su tierra un signo de la bondad de Dios para elevar su corazón hasta él, se ha apegado a ella en forma egoísta como todos los otros miembros de la humanidad pecadora?

c) Amonestaciones y castigos.

Ante esta situación las amonestaciones de los profetas se juntan con los gritos de angustia del Deuteronomio: “¡Guárdate de olvidar a Yahveh tu Dios!” (Dt 6,12; 8,11; 11.16). En realidad, el pueblo que disfruta de un país maravilloso (6,10) ha olvidado de dónde le venía este beneficio: “Porque Yahveh amó a tus padres... Te ha hecho entrar en este país” (4,37s; 31,20). Si no, ¿por qué esas marchas a través de. países extranjeros más que para recibir finalmente el don de la tierra y para hacer la experiencia del amor divino? “Acuérdate de las marchas que te hizo hacer Yahveh durante cuarenta años por el desierto para humillarte... y para conocer el fondo de tu corazón” (8,2). De Dios es la tierra. Su derecho es exigente, celoso, como su amor. El hombre debe mantenerse humilde, fiel, obediente (5,32-6,25). Si obra así, recibirá en recompensa las bendiciones: “Benditos serán los productos de tu suelo... y las crías de tus ovejas” (28,4), pues “Yahveh tiene cuidado de este país... sus ojos están fijos en él desde el principio del año hasta el fin” (11,12). ¡Por el contrario, maldición si se desvía Is rael (Dt 28,33; Os 4,3; Jer 4,23-28)! Se entrevé incluso la peor de las amenazas, la pérdida de la tierra: “Seréis arrancados de la tierra en que vais a entrar” (Dt 28,63). Esta amenaza que los profetas precisan con vigor (Am 5,27; Os 11,5; Jer 16,18) se cumple finalmente como un duro castigo divino en medio de las angustias de la guerra y del exilio

4. Promesas de porvenir.

Sin embargo, el castigo, por muy radical que sea, no lo miran nunca los profetas como absoluto y definitivo. Será una prueba purificadora como en otro tiempo la del desierto. Por encima de él subsiste una esperanza cuyo objeto reviste todos los rasgos de la experiencia pasada: la tierra tiene todavía en ella un papel capital. Esta tierra será en primer lugar la de Israel, donde el pueblo nuevo volverá a ser instalado por Yahveh. Esta “tierra santa” (Zac 2,16; 2Mac 1,7; Sab 12,3), purificada y sacralizada integralmente (Ez 47,13-48,35; Zac 14). podrá ser llamada, como Jerusalén, su capital, la esposa de Yahveh (Is 62,4). Pero más allá de la tierra santa, la tierra entera participará con ella de la salvación: centrada religiosamente en Jerusalén (Is 2,2ss; 66,18-21; Sal 47,8ss), vendrá a ser la “tierra de delicias” (Mal 2,12) de una humanidad nueva en la que las naciones se unirán a Israel para recobrar la unidad primitiva. Más aún: sólo los orígenes ofrecen una representación adecuada de esta tierra transfigurada. Los “cielos nuevos y la tierra nueva” que Dios creará entonces (Is 65,17) dará a la morada de los hombres los rasgos del paraíso primitiva, con su fertilidad y sus maravillosas condiciones de vida (Am 9,13; Os 2,23s; Is 11,6-9; Jer 23,3; Ez 47,1s; Jl 4,18; Zac 14,6-11).

En esta perspectiva la posesión de la tierra adopta, pues un significado escatológico. Éste se acentúa todavía por el paso del plano colectivo al plano individual, insinuado en Is 57,13; 60,21 y desarrollado por los sabios: “la tierra” designa entonces a la vez la que fue prometida a Abraham y a su descendencia, y otra realidad más alta, pero todavía imprecisa; tal es el lote del hombre que pone toda su fe en Dios (Sal 25,13; 37,3...). Israel, elevado progresivamente de las preocupaciones vulgares a aspiraciones más puras, está maduro para recibir el mensaje de Jesús: “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra” (Mt 5,4).

NT.

1. JESÚS Y LA TIERRA.

Jesús comparte el señorío de Dios sobre la tierra (Col 1,15s; Ef 4,10); nada se hizo sin él (Jn 1,3); “todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). Sin embargo, hombre entre los hombres, está ligado a la tierra de Israel con todas las fibras de su ser.

1 Jesús viene a revelar a los hombres un mensaje de salvación universal, pero lo hace con el lenguaje de un país y de una civilización particular. Los paisajes y las costumbres de Palestina modelaron en cierto modo la imaginación del que los creó. Así en sus parábolas recurre con frecuencia a imágenes que los reflejan: imagen del sembrador y de la siega; de la viña y de la higuera, de la cizaña y del grano de mostaza, del pastor y de las ovejas, de la pesca que se practicaba en el lago... Sin contar las enseñanzas que da con ocasión de los espectáculos de la vida: “Ved las aves del cielo... y los lirios” (Mt 6,26ss), las espigas arrancadas (Mt 12,1-8 p), la higuera estéril (Mt 21,19).

2. Pero por encima de estas imágenes, Jesús da una enseñanza sobre este mundo. La aspiración a poseer la tierra se convierte con él en aspiración a entrar en posesión de los bienes espirituales (Mt 5,4); el reino terreno cede el puesto a la realidad que prefiguraba, el reino de los cielos (Mt 5,3). Ahora ya hay que saber despojarse de los campos por causa de Cristo y del Evangelio (Mc 10,29s): las perspectivas estrechamente terrenas de las promesas proféticas son, pues, definitivamente superadas. No es que sean condenadas en sí mismas las cosas de esta tierra en que vivimos; únicamente se sitúan en su verdadero puesto, secundario en relación con la espera del reino (Mt 6, 33). Si ello es así, todo se establece en el orden, y la voluntad de Dios se hace “en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). En esta forma paradójica devuelve Jesús su valor sagrado a la tierra de los hombres, obra de las manos de Dios, signo de su presencia y de su amor. Si los hombres se han servido, y se sirven todavía, de ella para desviarse de Dios, para “enterrar su talento” en ella (Mt 25,18), Jesús vuelve a encargarse de ella con amor (cf. Col 1,20) y la hace capaz de expresar su misterio: llega hasta a tomar pan, fruto de la tierra (Sal 104,14) para dejar en ella envuelta en un signo, la presencia de su cuerpo. 3. Jesús vino a traer fuego a la tierra (Lc 12,49). Para propagarlo halló sus primeros discípulos entre la masa de los campesinos de Galilea y de Transjordania, que son “la sal de la tierra” (Mt 5,13). Vemos pues el Evangelio fuertemente implantado en un rincón particular de nuestro universo, la misma tierra santa que había dado Dios a Israel. Allí también, en Jerusalén la capital, va a plantar su cruz para abrasar a la tierra entera: entonces, “elevado de la tierra, atraeré a mí a todos los hombres” (Jn 12,32). Así la tierra santa será par siempre el centro geográfico de donde ha salido la salvación para ganar a la humanidad entera.

II. EL PUEBLO NUEVO Y LA TIERRA.

1. Ahora ya está restaurado el designio de salvación universal esbozado en los orígenes. De la tierra de Israel va a extenderse el Evangelio al mundo entero según el plan indicado por Jesús: “Mc seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria, y hasta las extremidades de la tierra” (Hech 1,8; cf. Mt 28,16ss).

2. De esta manera efectúa Jesús el paso, no sólo de la tierra de Israel, encerrada en sus límites, al universo, sino también de la tierra material a lo que ésta figuraba: la Iglesia y el reino del cielo. El pueblo del AT había creído en las promesas para entrar en posesión de la tierra de reposo; ahora bien, aquello sólo era una figura de la salvación venidera. Nosotros somos ahora los que, por la fe, entramos en la verdadera tierra de reposo (Heb 4,9), la morada celestial donde reside Jesús desde su resurrección y de la que tenemos un gusto anticipado en su Iglesia.

3. En esta nueva perspectiva se re vela el sentido que desde ahora adquiere el trabajo humano y la liturgia. Como antes Jesús, el pueblo nuevo ha penetrado ya en esperanza en la tierra de reposo que le estaba destinada. Esto lleva consigo una transformación de su actividad terrena. Debe todavía “dominar la tierra”, todavía corre peligro de descansar en la felicidad que la tierra le procura (La 12,16-34); pero, fijos los ojos en Cristo subido ya el cielo, debe ahora ya “pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3,2); no por desprecio, sino para “usar de ellas como si no usara” (1Cor 7,31). La mirada celestial del creyente no niega la tierra, sino que la realiza, dándole su verdadero sentido. En efecto, la oración litúrgica presta una voz a la tierra, a todo lo que contiene, a lo que la tierra ayuda a producir con el trabajo. De esta manera el hombre realza en cierto modo la tierra y la hace subir hacia Dios. Porque el pueblo nuevo no ha perdido sus raíces terrestres; muy al contrario, “reina sobre la tierra” (Ap 5, 10) y en tanto efectúa en ella su peregrinación no puede hacerse sordo al “gemido” de la creación material que aguarda también su salvación (Rom 8,22).

III. LA TIERRA EN LA ESPERANZA CRISTIANA.

En efecto, la tierra está asociada a la historia del nuevo pueblo, como en otro tiempo fue arrastrada al drama de la humanidad pecadora. También la tierra “aguarda” “la revelación de los hijos de Dios... con la esperanza de ser también liberada de la servidumbre de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,19ss). La tierra, solidaria con el hombre desde los orígenes, sigue siéndolo hasta el fin; como él, es objeto de redención, aunque en forma misteriosa. Porque la tierra en su estado actual “pasará” (Mt 24,35 p), “será consumida con las obras que en ella hay” (2Pe 3,10). Pero esto sucederá para que sea reemplazada por una “tierra nueva” (Ap 21,1), “que aguardamos según la promesa de Dios y en la que habitará la justicia” (2Pe 3,13).

GILLES BECQUET