Sexualidad.

Aunque numerosos artículos tratan de paso de la sexualidad, es útil reunir aquí los diversos datos bíblicos relativos al tema. La palabra no se halla en la Biblia, pero la diferencia de los sexos se evoca con frecuencia para ilustrar el misterio de las relaciones del hombre y de la mujer. Aun respetando las aportaciones específicas del AT y del NT, parece preferible no tratarlas en su orden cronológico, ya que son numerosos los datos del AT que sólo alcanzan su pleno sentido con la venida de Jesucristo.

1. SEXUALIDAD Y CONDICIÓN HUMANA.

Frente a la afirmación del Génesis: “Hombre y mujer los creó” (Gén 1, 27), declara Pablo: “Ya no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). Se descubre una tensión entre estas dos afirmaciones, que, sin embargo, no se contradicen, sino que se iluminan y se condicionan mutuamente.

1. “Hombre y mujer los creó” (Gén 1,27).

En el AT, la diferencia sexual está vinculada primeramente a la convicción de que el hombre fue creado “a imagen de Dios”. El contexto inmediato de este pasaje, debido a un redactor sacerdotal (P), se limita a relacionar la diferencia sexual del hombre y de la mujer con la fecundidad de Dios que transmite la vida y domina el universo (Gén 1,28). El punto de vista yahvista (J) es más completo. A sus ojos, lo que funda la diferencia sexual es la necesidad que tiene el hombre de vivir en sociedad: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él” (Gén 2,18). A la fecundidad, no olvidada por este autor (3,20), se une la relación de alteridad de los sexos. Estas dos motivaciones sitúan al individuo en un contexto social. Idealmente, en el clima paradisíaco, el encuentro de los seres tiene lugar en la simplicidad: “Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello” (2,25). Pero el pecado, separación de Dios, introduce aquí distancia y miedo. Ahora la relación sexual es ya ambigua. No deja de ser fundamentalmente buena, pero ha caído bajo la influencia de la fuerza de división que es el pecado. En lugar del gozo ante la diferencia irreductible del otro, se da, en la pareja, el deseo de la posesión egoísta (3, 16). La pulsión sexual, caracterizada por la extraversión, es perturbada por un movimiento de introversión: en lugar de dirigir a un individuo hacia el otro, lo repliega sobre sí mismo.

La bondad y el valor de la relación sexual en el matrimonio no fueron nunca puestos en duda en la Biblia. No sólo en el Cantar de los cantares (Cant 4,1; 5,9; 6 ,4), sino también en la mayor parte de los otros libros se señalan, a propósito del matrimonio, estos dos aspectos de alteridad y de fecundidad: “Gózate en la compañera de tu mocedad” (Prov 5,18; cf. Ez 24,15. Eclo 26, 16ss; Ecl 9,9). ¿Qué busca el ser único formado por Dios a partir del hombre y de la mujer? “Una posteridad dada por Dios” (Mal 2,14ss). Jesús, empleando los mismos términos del Génesis, subraya la indisolubilidad de la pareja así formada: “Ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,4ss). Finalmente, Pablo, al que a veces se califica injustamente de asceta hostil a la vida sexual, da a los esposos orientaciones que siguen teniendo vigencia para nuestros contemporáneos (1Cor 7,1-6) Contra los deseos ilusorios de continencia manifestados por los corintios, recuerda la vía normal del matrimonio, el deber de las relaciones sexuales: “No os neguéis uno a otro, a no ser de común acuerdo ["sinfónicamente"], por algún tiempo, para dedicaros a la oración. Pero volved de nuevo a vivir como antes” (7,5; cf. 1Tim 4,3; 5,14). Así pues, se mantiene y hasta se valoriza la situación surgida de la creación. La comunidad de los esposos alcanza incluso hasta el terreno privilegiado de la oración.

2. “Ya no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). Esta afirmación no reniega de las perspectivas precedentes, sólo que la venida de Jesús determinó en la situación respectiva del hombre y de la mujer una mutación que da a la condición sexual su verdadera dimensión.

Jesús no elaboró una teoría, sino que adoptó para sí mismo un comportamiento particular y dirigió a los hombres un llamamiento. En efecto, Jesús no vivió como los rabinos judíos, que según la usanza debían estar casados. La práctica probable del celibato entre los esenios (Qumrán) contribuyó quizá a evitar el asombro o el escándalo que podía causar esta situación. Pero en Jesús no se trata de un ascetismo hostil a la mujer. Se comprende su motivación en esta declaración que es una confidencia velada: “Hay eunucos que ellos mismos se hicieron así por el reino de los cielos” (Mt 19,12). Esta palabra es una invitación a “quien pueda comprenderla”; en Lucas tiene un paralelo no menos abrupto: para ser discípulo de Jesús hay que renunciar a la propia mujer (Lc 18.29). Tal proyecto de vida no se comprende sino en función de una realidad nueva que se revela con Jesús: la venida del reino de Dios, en el que se entra “siguiéndole”. El acceso a este nuevo orden de cosas puede invitar a rebasar el mandamiento de la creación, dando sentido a la continencia voluntaria.

Siguiendo las huellas de Jesús, Pablo, que quizá había estado casado, se constituye en abogado de la virginidad. Hay dos motivos de este comportamiento nuevo: el carisma de un llamamiento particular, semejante al que él oyó (1Cor 7,7), y la situación creada por el fin de los tiempos inaugurado en Jesús. En efecto, el hecho de hallarse en los “últimos tiempos” lleva consigo la distinción de dos nuevas categorías de la humanidad: a la antigua oposición hombre/mujer viene a añadirse la oposición casado/virgen. Estos dos tipos de hombres o de mujeres son necesarios para constituir y expresar de manera complementaria la plenitud del reino de los cielos. Sería por tanto un error decir, teniendo en cuenta únicamente las afirmaciones del AT, que el hombre o la mujer no pueden hallar su verdadero desarrollo sino mediante la unión efectiva con el compañero sexual. En efecto, en la comunidad humana total recapitulada en Cristo Jesús, es posible estar en comunión con un tú, aun renunciando al ejercicio carnal de la sexualidad.

II. SEXUALIDAD, SAGRADO Y SANTIDAD.

1. Las religiones de los pueblos que rodeaban a Israel habían transferido la sexualidad hasta al mundo divino. Se ven pulular las divinidades padres o madres, los dioses del amor que se casan entre sí o con los humanos,y las prostitutas sagradas que daban figura a la divinidad. Israel conoció los Baales y las Astartés, las estacas hundidas en el suelo para simbolizar la unión del cielo y de la tierra; pactó incluso hasta cierto grado con estos falsos dioses y fundió un “becerro de oro” (Éx 32,4), símbolo de la potencia viril. Sin embargo, la lucha contra estas religiones extranjeras terminó con la victoria del yahvismo, aun cuando, pese a la prohibición formulada en Dt 23,18, todavía se señale la existencia de prostitutas sagradas (1Re 14,24; 15,12; 22,47; 2Re 23,7; Os 4,4; Miq 1,7).

Israel, aun después de haber purificado estos usos paganos, siguió manteniendo un vínculo entre lo sexual y lo sagrado. Pero la fuente de esta sacralización se vio desplazada. No se trata tampoco de imitar la sexualidad divinizada, sino de realizar una función suscitada por la palabra de Dios, participando en su poder creador. Eva, que acaba de ser madre, exclama: “He tenido un varón por merced de Yahveh” (Gén 4,1). Una primera consecuencia de esta forma de sacralización aparece, en el empleo de la simbólica sexual (parental o conyugal) para expresar la relación de Israel con su Dios. A esto se puede referir el uso de la circuncisión para significar la alianza con Yahveh (Gén 17,9-14; Lev 12,3).

Otro aspecto de esta sacralización de la sexualidad concierne a los ritos de lo puro y de lo impuro, heredados por Israel de los antiguos ritos orientales. Cuando nace un niño, la mujer es declarada impura y no puede presentarse en el santuario (Lev 12,6); igualmente en el tiempo de la menstruación (15,19-30), y en el caso del hombre con ocasión de una polución nocturna (15,1-17; Dt 23,11). Las mismas relaciones sexuales incapacitan para el culto (Lev 15,18; Éx 19,15; 1Sa 21,5s; 2Sam 11,11), lo cual se aplica especialmente a los sacerdotes (Ex 20, 26; 28.42; Dt 23,2). Estas prescripciones no derivan de desprecio de la sexualidad, sino de su sacralización, o más bien resultan de la ambigüedad de la pureza cultual. Finalmente, ¿no hay conflicto entre un acto que participa físicamente del poder creador de Dios y un acto cultual que expresa mímicamente la relación con la divinidad?

2. Todos estos tabús desaparecieron con la fe cristiana. O más bien se efectuó un paso de la antigua sacralización a una nueva concepción de la santidad. Así pueden explicarse ciertas afirmaciones de Pablo: “El marido pagano queda ya santificado por su mujer... De otra manera, vuestros hijos serían impuros, cuando en realidad son santos” (1Cor 7,14). Este estado objetivo no viene ya del carácter sagrado de la relación sexual, sino de la inserción en un pueblo santo, y en definitiva de la presencia del Espíritu Santo. Con este don del Espíritu hay que relacionar las recomendaciones que hace Pablo, sin duda siguiendo la catequesis primitiva, sobre las exigencias de pureza sexual que caracterizan la vida cristiana. “La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os abstengáis de la impudicia, que cada uno de vosotros sepa usar del cuerpo que le pertenece con santidad y respeto, sin dejarse llevar de la pasión, como los gentiles que no conocen a Dios” (1Tes 4,3ss). Ahora ya el cuerpo está santificado por el don del Espíritu y “no es para la fornicación, sino para el Señor” (1Cor 6,13).

Por lo que hace a la simbólica sexual, ésta viene transferida a Cristo y a la Iglesia. “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia” (Ef 5,25). Pablo, recordando el mandamiento del Creador: “El hombre se unirá a su mujer ylos dos formarán una sola carne”, añade: “Este misterio es de gran alcance, quiero decir que se aplica a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,21s). La misma simbólica expresa la relación de amor que une al fiel con Dios. Una prostituta es la que monta sobre la bestia, mientras que los creyentes auténticos siguen al Cordero porque son “vírgenes” (14,14).

III. LA PRÁCTICA Y LA INTENCIÓN.

1 La moral sexual es objeto de muchas prescripciones en el AT.

Esto no deriva de algún deseo terreno particular, sino de la sacralización a que nos hemos referido antes. Además, aquí hay una reacción de defensa contra un mundo pervertido que con frecuencia paliaba su erotismo con la capa de la religión. Finalmente, no hay que olvidar el papel educador de la ley, que se cuidaba de la higiene del pueblo de Dios. Sería fastidioso enumerar exhaustivamente estas prescripciones. Notemos el catálogo de Lev 20,10-21, donde se condena la fornicación (cf. Dt 22, 23,-29), las relaciones sexuales con una mujer durante su regla, el adulterio (cf. Dt 5,18; 22,22; con mención de la codicia en Éx 20,17 y Prov 2,16; 6,25; 7,55ss; Eclo 9,9), el incesto (cf. Dt 23,1), la homosexualidad (cf. Gén 28,20; 19,5), la bestialidad (cf. Éx 22,18). En cambio, la condenación de lo que nosotros llamamos onanismo no tiene fundamento en la falta de Onán, que consistió en negarse a suscitar posteridad a su hermano difunto (Gén 38,9s). Existen además prescripciones especiales para los sacerdotes: no pueden tomar por esposa a una prostituta ni a una mujer repudiada (Lev 21,7-13s). Notemos finalmente que fuera de los casos de prostitución sagrada, la prostitución no es objeto de censura especial (Gén 38, 15-23; Jue 16,1...), aunque la literatura sapiencial, mostrando un progreso evidente con respecto a los antiguos relatos, pone en guardia contra sus peligros (Prov 23,27; Eclo 9, 3s; 19,2).

2. Jesús no dice nada de las prescripciones rituales precedentes.

No se detiene en condenar la falta cometida, por ejemplo, la de la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio (Jn 8,11), o cuando declara que las prostitutas, por causa de su fe, entrarán más fácilmente que los fariseos en el reino de los cielos (Mt 21, 31s; cf Heb 11,31). Sin embargo, radicaliza las prescripciones del AT, alcanzando al pecado en su raíz, que es el deseo y la mirada (Mt 5,28; 15,19 p).

Jesús vivía entre los judíos. Pablo, en cambio, se halla en medio del ambiente de disolución del gran puerto de Corinto. Así se dirige con fuerza contra todas las formas del mal: “Ni lujuriosos, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homo-sexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni calumniadores, ni salteadores heredarán el reino de Dios” (1Cor 6,9; cf. Rom 1,24-27); pone constantemente en guardia contra la prostitución (1Cor 6,13ss: 10,8; 2Cor 12,21: Col 3,5): con realismo prohibe las relaciones con los hermanos impúdicos. pero no con los impúdicos de este mundo, porque de lo contrario. “tendríais que saliros del mundo” (1Cor 5.10).

¿Por qué este vigor en la exhortación? Para proteger contra los extravíos de la carne a los cristianos de origen no judío no dispone ya Pablo del baluarte de la ley judía con sus minuciosas prescripciones. Cierto que no teme decir: “Todo está permitido” (1Cor 6,12), pues sabe que la moral nc depende ya de tal o cual prescripción escrita, condicionada siempre por la cultura del tiempo, sino que depende mucho más estrictamente de la relación enque el cuerpo se halla ahora ya con el Señor. El cuerpo es templo del Espíritu Santo y miembro de Cristo; “¿voy entonces a arrancar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ... ¿No sabéis que el que se junta con la meretriz se hace con ella un solo cuerpo?” (1Cor 6,12-20). “No pongáis vuestro afán en la carne para satisfacer todos sus deseos” (Rom 13,14; cf. Gál 5,16-19).

Así, con la venida de Jesús y la enseñanza de Pablo, la sexualidad es sustraída progresivamente a la esfera de lo sagrado. Este movimiento puede y debe continuarse, con una condición: mantener la dimensión de santidad que transforma la corporeidad del hombre y la hace constantemente presente a un mundo divino que la cerca por todas partes.

XAVIER LÉON-DUFOUR