Sal.

1. Sal y región desértica.

Los habitantes de Palestina vivían en la proximidad del mar Muerto, llamado según viejos textos “mar de Sal” (Gén 14,3; Jos 3,16; 12,3...), que se prolongaba al Sur por el valle de la Sal (2Sa 8,13; 2Re 14,7). Estas tierras saladas, verdaderos desiertos en los que nadie habita (Jer 17,6; Sal 107,34; Job 39,6), parecen haber sido víctima de algún castigo, cuyo instrumento fuera la sal: la mujer de Lot fue cambiada así en estatua de sal (Gén 19,26); se dice también que sobre la ciudad vencida se siembra sal (Jue 9,45). La amenaza va dirigida a los impíos (Sof 2,9), entonces “nada podrá crecer ya en estos lugares” (Dt 29,22). Sin embargo, un día el agua triunfará: mientras que las charcas y las lagunas serán dejadas para salinas (Ez 47,11), del lado derecho del templo brotará el río que saneará el mar Salado (47, 8), hasta el punto de sobreabundar la vida incluso en estos lugares (47, 8s).

2. Ritos y purificación.

Según los antiguos ritos sacrificiales, todas las ofrendas deben ser saladas (Lev 2, 13; Ez 43,24). ¿Se trata con esto de dar sabor a los “alimentos de Dios” (Lev 21,6.8.17.22) o de confirmar lo que indica “la sal de la alianza de Dios” (Lev 2,13), es decir, como se nota más adelante, una alianza duradera? Es difícil dar una respuesta. Pero, al igual que el incienso (Éx 30,35), parece ser que la sal tiene una función purificadora: testigo, Eliseo, que sanea un “agua mala” (2Re 2,19-22). Quizá también en la práctica de frotar con sal , al recién nacido (Ez 16,4) haya que ver un gesto ritual emparentado con el exorcismo, más bien que una preocupación higiénica. A esta función purificadora se puede vincular la palabra de Jesús: “Todos serán salados por el fuego” (Mc 9,49); en efecto, el fuego prueba y purifica (1Cor 3,13).

3. Sabor y duración.

La sal es un artículo de los más necesarios para la vida del hombre (Eclo 39,26); así “comer la sal del palacio” (Esd 4, 14) significa recibir del rey el “salario” (cf. lat. sal). La sal hace sabrosos los alimentos (Job 6,6). Por tener la propiedad de conservarlos (Bar 6,27), acaba por significar el valor duradero de un contrato: una “alianza de sal” (Núm 18,19) es un pacto perpetuo, como el de Dios con David (2Par 13,5). Entre las palabras de Jesús que quedan obscuras, son notorias las que conciernen a la metáfora de la sal. “Si la sal pierde sabor, ¿con qué se la sazonará?” (Lc 14, 34; Mc 9,50). Según un primer sentido posible, en relación con la “sal de la alianza”, esto significaría que si se rompe la alianza con el Señor, no es posible reanudarla. Según la in terpretación de Mateo, el creyente debe ser “la sal de la tierra” (Mt 5,13), o sea que debe conservar y hacer sabroso el mundo de los hombres en su alianza con Dios. De lo contrario, no sirve para nada, y los discípulos merecen ser arrojados fuera (Le 14,35). Pero “buena es la sal; tened, pues, sal en vosotros y estad unos con otros en paz” (Mc 9,50), palabras de las que se podría hallar un comentario en Pablo: “Que vuestra palabra sea siempre amable, sazonada con sal, sabiendo como tenéis que dirigiros a cada uno en particular” (Col 4,6).

XAVIER LÉON-DUFOUR