Redención.

La noción de “redención” gr. lytrosis o apolytrosis) o de “rescate” (gr. lytrusthai), a la que hay que añadir la de “adquisición” (gr. peripoiesis) o de “compra” (gr. agoradsein) está estrechamente ligada en la Biblia con la idea de “salvación”: designa el medio privilegiado escogido por Dios para salvar a Israel liberándolo de la servidumbre egipcia (Éx 12,27; 14, 13; cf. Is 63,9) y constituyéndolo su “pueblo particular” (Éx 19,5; Dt 26, 18); en el NT un texto como Tit 2, 13s, reflejo visible de la catequesis primitiva, revela claramente la fuente a que se refiere el autor para describir la obra de Cristo: Jesús es “salvador” en cuanto que nos “rescata de toda iniquidad” y “purifica a un pueblo que le pertenece en propiedad”. Así aparece la continuidad del designio salvífico, sin que por ello se niegue lo que ofrece de nuevo y de imprevisible el cumplimiento de toda verdadera profecía.

AT.

1. Éxodo y alianza.

Cuando el AT habla de “redención” es las más de las veces a propósito del Éxodo: la experiencia religiosa que entonces hizo Israel permite percibir lo mejor posible el contenido de esta noción. En efecto, en la conciencia judía el Éxodo no puede disociarse de la alianza: Dios no arranca a su pueblo de la esclavitud sino para ganárselo: “Yo soy Yahveh, ... yo os he liberado de la servidumbre... y os liberaré ("rescataré") golpeando fuerte... Yo os adoptaré como mi pueblo y seré vuestro Dios” (Éx 6,6s; cf. 2Sa 7,23s). En virtud de la alianza viene a ser Israel un pueblo “santo”, “consagrado a Yahveh”, el “pueblo particular” de Dios (Éx 19,5s). “Pueblo santo” y “rescatados de Yahveh” son dos equivalentes (Is 62, lls), y Jeremías puede hacer remontar la fecha de la Alianza al día en que “Dios tomó a su pueblo por la mano para sacarlo de Egipto” Jer 31,32).

Así la noción de redención es esencialmente positiva: en ella no se afirma menos la unión con Dios que la liberación de la esclavitud del pecado. Por lo demás, tal es el sentido etimológico del término latino redemptio: designa en primer lugar una “compra” (envere) que no nos “libera” (cf. red-) sino para “adquirirnos” para Dios; y lo mismo se diga del término inglés atonement, por el que se traduce habitualmente y cuyo sentido original es “reunión”, “reconciliación” (“atonement”).

2. La redención mesiánica.

Los profetas recurren intencionadamente a las mismas fórmulas a propósito de la liberación del exilio, y entonces el “redentor” viene a ser uno de los títulos preferidos por Yahveh, particularmente en el segundo Isaías. A nadie sorprenderá que el objeto de la grande esperanza mesiánica se exprese todavía en términos de “redención”: “En Yahveh está la gracia en él la abundancia del "rescate", él "rescatará" a Israel de todas sus faltas” (Sal 130,7s). Más que todos Ezequiel subraya la absoluta gratuidad de tal “redención” otorgada a los pecadores (Ez 16,60-63; 36,21ss); precisa, además, la naturaleza de esta “nueva alianza” y, mientras que en Jer 31,33 Yahveh había dicho: “Pondré mi ley en su interior”, en Ez 36, 27 declara: “Pondré mi Espíritu en vuestro interior.” La redención en la comunicación, a guisa de ley, del Espíritu propio de Yahveh (cf. In 1,17.29.33; 7,37ss; Rom 8,2-4).

NT.

1. La continuidad con el AT.

La referencia a este contexto mesiánico es a veces explícita: Zacarías celebra al Dios que “ha rescatado a su pueblo”, y la profetisa Ana habla del niño a “todos los que aguardaban la redención de Jerusalén” (Lc 1,68; 2,38). Así, como la mayoría de las nociones mesiánicas derivadas del AT que pueden aplicarse ya al primero ya al segundo advenimiento de Cristo, el término de “redención” no sirve solamente para designar la obra llevada a cabo por Cristo en el Calvario (Rom 3,24; Col 1,14; Ef 1,7), sino igualmente la que realizará al final de los tiempos en el momento de la parusía y de la resurrección gloriosa de los cuerpos (Lc 21,28; Rom 8.23; Ef 1,14; 4,30; probablemente 1Cor 1,30); y en los dos casos se trata de una liberación, pero quizá todavía más de una “adquisición”, de una “toma de posesión por Dios”, primero inicial, luego definitiva, cuando el hombre, cuerpo y alma, y el universo con él, “entren en la plenitud de Dios” (Ef 3,19): entonces Dios será “todo en todos” (1Cor 15.28), y hasta “todo en todo” (Ef 1,23).

Por lo demás, por eso es por lo que el NT pudo expresar esta misma noción por medio del verbo “comprar” (gr. agoradsein, 1Cor 6, 20; 7,23; cf. Gál 3,13; 4,5). No ya que quisiera asimilar la redención a una transacción comercial regida por la ley de la equivalencia o de la compensación, en la que el carcelero no consiente en entregar a su prisionero o el vendedor su mercancía sino a condición de no perder nada... Seguramente pretendía significar que hemos venido a ser propiedad de Dios en virtud de un contrato, cuyas condiciones todas se han cumplido, particularmente la que no se dejaba nunca de señalar: se ha pagado la suma (1Cor 6,20; 7,23; cf. 1Pe 1,18). Pero hay que notar que aquí termina la metáfora; no se trata nunca de un personaje que haya de reclamar o de recibir el precio de la compra. En efecto, aquí también parece que el NT se refiere a la noción de adquisición tal como la conocía el AT; en todo caso el Apocalipsis con el mismo verbo “comprar” se refiere explícitamente al pacto del Sinaí: en la sangre del cordero los hombres de todas las naciones han venido a ser propiedad particular de Dios, como en otro tiempo Israel lo había sido en virtudde la alianza, sellada también en la sangre (Ap 5,9): mientras que Hech 20,28, para evocar la misma realidad conserva el término propio del AT y habla de “la Iglesia de Dios que él se ha adquirido con su sangre” (cf. 1Pe 2,9; Tit 2,14).

Por lo demás, la interpretación se remonta a Cristo en persona: el marco pascual escogido deliberadamente y la mención explícita de la sangre de la alianza eran bastante claros para que nadie pudiera engañarse (Mt 26,28 p; 1Cor 11,25).

2. La muerte voluntaria de Cristo.

Pero el NT no subraya menos marcadamente la distancia que separa a la figura y su realización o cumplimiento. La nueva alianza, como la antigua, es sellada en la sangre; pero esta sangre es la del propio Hijo de Dios (1Pe 1,18s; Heb 9,12; cf. Hech 20,28; Rom 3,25).

Redención “costosa”: a la inmolación de víctimas irracionales sucede el sacrificio personal y voluntario del Siervo de Yahveh que “entregó su vida a la muerte” (Is 53, 12) y “sirvió bien a la comunidad” (53,11 LXX). Jesús “no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por la comunidad” (Mt 20,28; Mc 10,45): su sacrificio será el instrumento de nuestra liberación (lytron). Este carácter voluntario de la muerte de Cristo pretende destacar el relato joánnico de la pasión (p.e., In 18,4-8), como lo hace todavía más claramente, si es posible, en los sinópticos el relato de la cena eucarística, donde Cristo se entrega literalmente por adelantado a la muerte.

3. La victoria de Cristo sobre la muerte.

Para los discípulos había sido esta muerte un escándalo, la prueba de que Cristo no era el “redentor” esperado (Lc 24,21). Ilustrados por la experiencia de pascua y por la de pentecostés, hechos testigos de la resurrección (Hech 1,8; 2,31s; etc.), comprenden que la pasión y la muerte de su maestro, lejos de frustrar el plan salvífico de Dios, lo realizan “según las Escrituras” (iCor 15,4); la piedra desechada por los constructores se ha convertido en piedra angular (Mt 21,42 p; Hech 4,11 Sal 118.22; 1Pe 2,7), fundamento del nuevo templo, el siervo ha sido verdaderamente “exaltado” (Hech 2, 33; 5,31) y “glorificado” (3,13) según los dos términos tomados de Is 52,13. Más aún: lo ha sido “por haber entregado su alma a la muerte” (Is 53,12; Flp 2,9). Aparentemente una derrota, la muerte de Cristo era en realidad una victoria sobre la muerte y sobre Satán, autor de la muerte (cf. Jn 12,31s; Heb 2,14). 4. Muerte y resurrección. En la primera predicación del misterio redentor desempeña la resurrección un papel tal que a veces es la única que se menciona (p.c., 1Pe 1,3) juntamente con la parusía (1Tes 1,10). Pero los apóstoles, guiados por el Espíritu Santo van a discernir cada vez más netamente en la pasión y en la resurrección dos acontecimientos no sólo ordenados el uno al otro (p.c., FIp 2,9), sino que se compenetran mutuamente hasta el punto de constituir dos aspectos indisociables de un único misterio de salvación.

Así Lucas pone cuidado en situar bajo el signo de la ascensión (Lc 9,51) todo el largo relato de la subida de Jesús a Jerusalén, y por el contrario, cuando describe la vida “gloriosa” de Cristo, recuerda con una insistencia deliberada su pasión y su muerte (24,7.26.39.46; cf. 9,31). Igualmente Pablo, incluso cuando sólo menciona la muerte, piensa también constantemente en la resurrección: la vida a la que hace alusión con tanta frecuencia, es siempre concebida como una participación en la del resucitado (p.e., Gál 2,20; 6,14s; Rom 6,4.11; 8,2.5). Finalmente, en Juan es tan profunda la unidad del misterio que los términos que en la catequesis primitiva designaban la resurrección de Jesús pudieron ser empleados para designar a la vez la pasión y la glorificación de Cristo (Jn 12,23.32.34); asimismo el cordero del Apocalipsis aparece al vidente de Patmos “de pie”, en signo de resurrección, y a la vez “como degollado”, en signo de inmolación (Ap 5,6).

5. Misterio de amor.

a) San Juan.

Es que para Juan el misterio redentor es esencialmente un misterio de amor y por consiguiente de vida divina, puesto que “Dios es amor” (Jn 4,8). Amor del Padre, ciertamente, que “amó al mundo hasta darle a su Hijo único” (Jn 3,16; 17,23; Un 4,9); pero igualmente amor del Hijo a su Padre (Jn 14.31) y a los hombres (10,11; 1Jn 3,16; Ap 1,5); amor que él recibe de su Padre, del que en todo depende, y por consiguiente amor “obediente” (Jn 14,31); amor, en fin, tal que no existe otro mayor (15,13). Porque si toda la vida de Cristo fue “amor a los suyos”, la pasión es el momento en que “los amó hasta el fin”, hasta la “consumación” (gr. telos) del amor (13,1): lo cual significa concretamente hasta consentir en ser traicionado por uno de los doce (18,2s), renegado por su jefe (18,25ss), condenado como blasfemo en el nombre mismo de la ley (19,7), y en morir con el suplicio más infamante, el de la cruz, como un facineroso cuyo cadáver colgado del patíbulo contaminaba la tierra de Israel (19,31). En este momento preciso puede declarar con toda verdad que “se ha consumado” (19,30: gr. tetelestai) - ha alcanzado su “actuación” suprema - el amor del Padre tal como estaba revelado en las Escrituras y se había encarnado en el corazón humano de Jesús. Y si muere por amor es para comunicar este amor a los hombres, sus hermanos: del costado “traspasado” (19,37; Lc 12,10) ve Juan brotar “la fuente abierta a la casa de David y a los habitantes de Jerusalén, para el pecado y la impureza” (Zac 13,1; Ez 47,1ss), preludio de la efusión del Espíritu (In 20, 22) que Juan Bautista había visto descender en el bautismo y reposar sobre el Mesías (1,32s).

b) San Pablo.

Ahora bien, este aspecto no tiene menos relieve en san Pablo. También él discierne primero en la muerte de Cristo en función de las circunstancias mismas en que le había colocado su Padre. Así, en la afirmación de que “Dios no perdonó a su Hijo; sino que lo entregó por nosotros” (Rom 8,32) ve Pablo la prueba por excelencia de la “caridad de Cristo” (8,35) o, mejor dicho, de la “caridad de Dios en Cristo nuestro Señor” (8,39).

Entre todas estas circunstancias Pablo, como Juan, evoca particularmente la infamia del suplicio de la cruz, cuya vergüenza parecen haber sentido especialmente los primeros cristianos (cf. Hech 5,30; 10,39): como en otro tiempo el Siervo, al que “se miraba como herido y castigado por Dios” (Is 53,4), el “justo” consintió en pasar a los ojos del mundo por un “maldito”, violador de la victoria de Dios por su Cristo sobre el pecado se efectuó allí mismo donde Satán creía reinar para siempre, “en la carne”; explica que a este objeto “envió Dios a su Hijo en la semejanza de una carne de pecado”, es decir, una condición en la que la carne de Cristo, sin ser como la nuestra “instrumento de pecado”, era, sin embargo, como la nuestra, pasible y mortal a causa del pecado; y el contexto muestra que para el Apóstol Dios triunfó del pecado en la carne comunicando la vida del Espíritu (8,2.4) a esta misma carne, a la carne de Cristo, venido a ser a través de su muerte y de su resurrección “Espíritu vivificante” (1Cor 15,45), y a la nuestra también, puesto que ahora ya “no estamos más en la carne sino en el Espíritu” (Rom 8.9; cf. 8,4). El “retorno a Dios”, la “redención” se ha efectuado en cuanto que Cristo ha pasado del estado “carnal” al estado “espiritual”, y nosotros en él.

En otro lugar, en una fórmula particularmente atrevida, declara Pablo que “Dios hizo a su Hijo pecador por nosotros, a fin de que en él fuéramos nosotros justicia de Dios” (2Cor 5,21). Estas expresiones, de las que con frecuencia se ha abusado, parecen poder interpretarse en función del mismo contexto: a fin de que en Cristo, por solidaridad con él que se hizo uno de nosotros, nosotros fuésemos sometidos a los efectos de ese poder de vida, al que la Biblia y Pablo llaman la “justicia de Dios”, quiso el Padre que su Hijo, por solidaridad con los hombres pecadores, fuera sometido a los efectos maléficos de ese poder de muerte que es el pecado; estos efectos constituirían, pues, la “conditio optima” del acto más grande de amor que se pueda concebir.

De este modo la obra nefasta del pecado queda reparada, la humanidad restaurada, “rescatada”, reunida con Dios, nuevamente en posesión de la vida divina. Según el viejo oráculo (Ez 36,27), a la carne se ha comunicado el Espíritu mismo de Yahveh. Pero la profecía se ha cumplido, con una plenitud insospechada por mediación del acto supremo de amor del propio Hijo de Dios hecho hombre.

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