Puerta.

La puerta abierta deja pasar, entrar y salir, permite la libre circulación; expresa la acogida (Job 31,32), una posibilidad ofrecida (1Cor 16,9). Cerrada, impide el paso: protege (Jn 20,19) o expresa una negativa (Mt 25,10). En consecuencia sugiere también la idea de selección.

AT.

I. LA PUERTA DE LA CIUDAD.

La ciudad guarda su entrada con una puerta monumental, fortificada, que protege contra los ataques del enemigo e introduce a los amigos: “el extranjero que está dentro de las puertas” (Éx 20,10) participa de los privilegios de Israel. La puerta garantiza así la seguridad de los habitantes y permite a la ciudad constituirse en comunidad; junto a la puerta se concentra la vida de la ciudad: en este punto tienen lugar encuentros (Job 29,7; Sal 69,13), negocios comerciales (Gén 23,11-18; Rut 4,1-11), maniobras políticas (2Sa 15,1-6) salidas a la guerra (1.Re 22,10) y sobre todo juicios (Dt 21,19; 22,15; 25,7; Am 5,10.15; Job 5,4; 31,21; Prov 22,22; 24,7). Justicia y seguridad son calificativos de la puerta (Is 28,6).

La puerta se identifica, pues, en cierta manera con la ciudad, y la palabra puede designar a la ciudad misma (Dt 28,52-57) y hasta llega a connotar el poder de la ciudad. Apoderarse de la puerta significa hacerse dueño de la ciudad (Gén 22,17) y liberar a los cautivos (Sal 107,16; Is 45,2); recibir sus llaves equivale a ser investido del poder (Is 22,22); las puertas del seol o de la muerte (Is 38,10; Sal 107,18) designan la morada misteriosa a donde todo hombre es conducido, cuya entrada sólo Dios conoce (Job 38,17), de donde sólo Dios puede sacar (Sal 9,14; Sab 16,13; cf. Mt 16,18).

Jerusalén es la ciudad santa por excelencia con puertas antiguas (Sal 24,7ss), a las que Yahveh ama particularmente (Sal 87) porque él mismo las ha consolidado (Sal 147,13). El peregrino que las franquea tiene la sensación de la unidad y de la paz (Sal 122). Tenida por inexpugnable, puede ofrecer seguridad a sus habitantes, cerrando sus puertas; sin embargo, en ellas no habita, ni mucho menos, la justicia (Is 1,21s; 29,21).

Los profetas entrevén entonces una Jerusalén nueva, abierta a las naciones y a la vez establecida en la paz y en la justicia (Is 26,1-5; 60,11; Ez 48,30ss; Zac 2,8s).

II. LA PUERTA DEL CIELO.

1. AT.

Cierto que Yahveh abre las puertas del cielo para enviar la lluvia, el maná (Sal 78,23) y toda clase de bendiciones a la tierra (Mal 3,10); pero desde que se cerró el paraíso el hombre no comunica ya familiarmente con Dios. El culto es el que establece una relación entre los dos mundos, el divino y el terrestre: así Jacob había reconocido en Betel “la puerta del cielo” (Gén 28,17); el israelita que se presenta a las puertas del templo desea acercarse a Yahveh (Sal 100,4); pero oirá al sacerdote recordarle las condiciones de entrada: la fidelidad a la alianza, la justicia (Sal 15; 24; Is 33,15s; cf. Miq 6,6-8; Zac 8,16s): “Ésta es la puerta de Yahveh; por ella entran los justos” (Sal 118,19s). Jeremías, por su parte, en pie junto a esas mismas puertas, declara que dista mucho de haberse cumplido la condición: el encuentro con Dios es ilusorio, el templo será desechado (Jer 7; cf. Ez 8-11). Jerusalén pierde su razón de ser. La ciudad será santa “quitando el mal de en medio de ella”, más bien que cerrando sus puertas a las naciones. Cuando es destruido el templo, comprende Israel que el hombre no puede subir al cielo; así, en su oración pide a Dios que rasgue los cielos y descienda él mismo (Is 63, 19): que asuma la dirección del rebaño y le haga franquear las puertas (Miq 2,12s; cf. Jn 10,4).

NT.

Jesús escucha este deseo; en su bautismo se abre el cielo, y él mismo viene a ser la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (Jn 1,51; cf. Gén 28,17), la puerta que da acceso a los pastos en los que se ofrecen libremente los bienes divinos (Jn 10,9), el único Mediador: por él se comunica Dios a los hombres, por él tienen los hombres acceso al Padre (Ef 2,18: Heb 10,19). Al mismo tiempo Jesús tiene la llave de David (Ap 3.7), formula exigencias: la entrada en el reino, cuyas llaves ha entregado a Pedro (Mt 16,19). la entrada en la vida, en la salvación, presentadas como una ciudad o una sala de festín, es una puerta estrecha, la conversión (Mt 7, 13s; Lc 13,24), la fe (Hech 14.27; Ef 3,12). El que no esté atento hallará la puerta cerrada (Mt 25,10; Lc 13, 25). Pero Jesús, que se ha posesionado de la llave de la muerte y del infierno (Ap 1,18), es vencedor del mal y ha otorgado a su Iglesia ser más fuerte que los poderes malignos (Mt 16,18).

Al final de los tiempos, ciudad y cielo coinciden. El Apocalipsis nos muestra realizados los anuncios de Isaías, de Ezequiel y de Zacarías: la Jerusalén celestial tiene doce puertas; están siempre abiertas, y sin embargo el mal no entra ya en ella; se da la paz y la justicia en plenitud; se da el intercambio perfecto entre Dios y la humanidad (Ap 21,12-27 y 22, 14-15).

JEAN BRIÈRE