Promesas.

1. LAS PROMESAS Y LA FE.

Prometer es una de las palabras clave del lenguaje del amor. Prometer es empeñar uno a la vez su poder y su fidelidad, proclamarse seguro del porvenir y seguro de sí mismo, y es al mismo tiempo suscitar en la otra parte la adhesión del corazón y la generosidad de la fe. Dios, en su manera de prometer, en la certeza que posee de no decepcionar jamás, revela su grandeza única: “Dios no es hombre para mentir ni hijo de Adán para retractarse” (Núm 23,19). Para él prometer es ya dar, pero es en primer lugar dar la fe capaz de esperar que venga el don; y es hacer, mediante esta gracia, al que recibe capaz de la acción de gracias (cf. Rom 2.20) y de reconocer en el don el corazón del dador.

En Israel, las promesas son la clave de una historia de la salvación, que es el cumplimiento de las profecías y de los juramentos de Dios (Gén 22,16-18; Sal 110,4; Lc 1,73). Estos juramentos hacen irrevocables los dones de Dios (Rom 11,29; Heb 6,13ss). Las infidelidades de Israel ocasionarán a veces restricciones de estas promesas, pero las promesas mismas serán mantenidas gracias a un resto, a un “Hijo del hombre” (Dan 7, 13ss).

El judaísmo subrayará por un lado la confianza en las promesas, y por otro su carácter de recompensa: con la obediencia a los mandamientos (4Esd 7,1.19ss), hay que merecer la herencia prometida. El cristianismo, por el contrario, verá en ellas la pura iniciativa de Dios, el don prometido a todos los que creen. Pero en la misma época la comunidad de Qumrán quiere restringir a sus miembros observantes el privilegio de las promesas.

Por eso san Pablo preocupado por mostrar que la base de la vida cristiana es la fe, se ve llevado a mostrar que la esencia de las Escrituras y del designio de Dios consiste en la promesa dirigida a Abraham y cumplida en Jesucristo (Gál 3,16-29). Por eso la carta a los Hebreos, queriendo presentar en el AT una historia de la fe, presenta por lo mismo una historia de las promesas (Heb 11,9.13.17.33.39). Por eso, aun antes de las reflexiones de san Pablo, el discurso de san Pedro en pentecostés, todavía muy arcaico por el tono, caracteriza con una perspicacia infalible el don del Espíritu y la aparición de la Iglesia como la “promesa” (Hech 2,39) y el cumplimiento de las profecías (2,16). Para un judío las Escrituras son en primer lugar la ley, la voluntad de Dios que se ha de observar a toda costa; para los cristianos vienen a ser ante todo el libro de las promesas; los israelitas fueron los depositarios de laspromesas (cf. Rom 9,4), los cristianos son sus herederos (Gál 3,29).

El lenguaje del NT traduce este descubrimiento: al paso que el hebreo no tiene palabra especial para designar la noción de promesa y la expresa a través de una constelación de voces, palabra, juramento, bendición, herencia, tierra prometida, o en fórmulas, como “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, “la raza de Abraham”, el NT, por el contrario, conoce una palabra propia para la promesa, gr. epangelia, que subraya el valor de la “palabra dada”: es una “declaración”. Por lo demás, la palabra tiene afinidad con “Evangelio”, evangelion, la “buena nueva”.

II. ISRAEL, PUEBLO DE LAS PROMESAS.

La intuición cristiana tan fuertemente puesta de relieve por la carta a los Gálatas, destaca una estructura esencial del AT: la existencia de Israel tiene por fundamento único e indestructible la promesa de Dios.

1. Las promesas a los patriarcas.

Las diferentes tradiciones combinadas en el Génesis coinciden en hacer de él el libro de las promesas. Abraham es el que recibe las promesas (Gén 12,1.7: 13,15ss; 15; 17; Sal 105, 8s). Éstas comportan siempre un heredero y una herencia, una descendencia numerosa y gloriosa, una tierra exuberante (cf. Gén 15,4-7; 17, 16; 26,24; 28.13ss; 35,12). Siempre también se relacionan con el destino de la humanidad entera. La tradición yahvista hace de la bendición, prometida al nombre de Abraham (Gén 12,2), la réplica divina a la empresa impía de Babel que soñaba con elevar hasta los cielos el nombre de la humanidad (11,4), pero también una reparación de la maldición acarreada a la tierra por el pecado del hombre (3,17; 4,11), y la primera figura concreta de la esperanza victoriosa entreabierta por Dios después del primer pecado (3,15). Además esta promesa incluye a “todas las familias de la tierra” (12,3). La tradición “sacerdotal” enlaza explícitamente la bendición de Abraham con la bendición primitiva a la creación (1, 22.28; 17,6.20). Cierto que la circuncisión parece limitar el alcance de las promesas; en realidad, sin embargo, Israel puede con este rito agregarse cualquier raza (34), y ver realizada la promesa recibida por Abraham, de ser “el padre de una multitud de pueblos” (Gén 17,5; Eclo 44,19-22). La bendición de las familias de Sem y de Abraham, preparando “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éx 19,6), concretará el privilegio de la promesa, a saber, el de ser “un pueblo de Dios”.

2. Las promesas de la ley.

Las promesas dirigidas a los patriarcas, manifestaciones de la iniciativa y de la gracia de Dios, implican ya sus exigencias; se dirigen a la fe, es decir, suscitan una existencia nueva, fundada en la palabra de Dios; la partida de Abraham (Gén 12,1), su caminar en presencia de Dios (17,1), su obediencia (22,1s). La ley extiende esta exigencia a toda la existencia del pueblo. La ley es la carta de la alianza (Éx 19,5; 24,8; Jos 24,25s), es decir, el medio para Israel, de entrar en una existencia nueva y santa, de vivir como pueblo de Dios, de abandonarse a su guía. La ley supone una promesa anterior y precisa sus condiciones. Las promesas ofrecidas a la obediencia no son la sanción de la justicia de Israel; únicamente expresan la generosidad de un Dios siempre dispuesto a colmar a los suyos, pero inexorable con el pecado e incapaz de darse a quien no le da su fe.

3. Las promesas a David.

Para que la existencia entera de Israel repose sobre la fe precisa que todas sus instituciones no hallen solidez sino en la palabra de Dios. La institución monárquica, fundamento normal de la comunidad nacional y expresión de su voluntad de vivir, jiene en Israel un aspecto paradójico. Es a la vez meramente tolerada por Dios, casi de mala gana, porque corre gran peligro de atentar contra la confianza exclusiva que Yahveh reivindica de su pueblo (1Sa 8,7ss) y promovida a una grandeza y a un porvenir supraterrenos (2Sa 7). Un muchacho “tomado de entre los pastos” conocerá “un nombre igual a los más grandes” (2Sa 7,9); será el fundador de una dinastía real (7,11s), el privilegiado de Yahveh, que lo colmará de bienes (Sal 89,21-30); su descendencia, sentada “a la diestra de Dios” (Sal 119,1), heredará de las naciones (Sal 2,8). En las horas del mayor abatimiento y hasta en los días de Cristo, estas promesas seguirán alimentando todavía la fe de Israel (Is 11,1; Jer 23,5; Zac 6,12; Lc 1,32.69).

Las promesas fueron durante largo tiempo terrestres: un hijo, una tierra, un rey, una prosperidad abundante. Sin embargo, ya el Deuteronomio les atribuye un carácter de felicidad que sacia. Con los profetas se espiritualizan y se interiorizan: lo esencial viene a ser una alianza nueva: “Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón” (Jer 31,33). Esta alianza comporta, con el conocimiento interior, el perdón de Dios, un corazón nuevo (Ez 36,26s; Sal 51,12). Precisamente cuando Jerusalén ha perdido todo papel político, entonces los profetas le dirigen las promesas más maravillosas, los salmistas cantan “Yahveh es la parte de mi heredad” (Sal 16, 5; 73,26) y prometen la herencia de Dios y las bienaventuranzas a los pobres, los sabios anuncian a los justos “una esperanza llena de inmortalidad” (Sab 3,1-5), mientras que los mártires aguardan la resurrección (Dan 12,2s; 2Mac 7).

4. Las promesas mesiánicas.

Las promesas a los patriarcas y a David, que aseguran la perpetuidad gloriosa de su raza, culminan en la expectación de “aquel que debe venir” (Is 26,20; Hab 2,3s LXX). Los profetas formularon, junto con sus amenazas de castigos, las promesas de la esperanza mesiánica. Isaías ve en el Emmanuel, nacido de una virgen, una señal de bendición para el pueblo (Is 7,14); canta las prerrogativas futuras de ese niño nacido del linaje de David, “príncipe de la paz” (9,5s), “rey justo” (11,11); según Mt 2,6, Miqueas menciona el lugar donde debe nacer “el que ha de reinar sobre Israel” y cuyos “orígenes se remontan... a los días antiguos” (Miq 5,1-5); Jeremías promete un “germen justo” (Jer 23,5s; 33,15s; cf. Is 4,2; Zac 3,8s; 6,12) que será la gloria de Israel y el restaurador del pueblo; Ezequiel anuncia el pastor que vendrá a apacentar sus ovejas, como un nuevo David (Ez 34,23s; cf. 37,24s); Zacarías ve el gozoso cortejo del rey Mesías, que entra en Jerusalén con humildes apariencias, como portador de paz (Zac 9,9s).

5. Las nuevas promesas.

A la hora en que Israel ya no existe, habiendo perdido su rey, su capital, su templo, su honra, despierta Dios su fe con nuevas promesas. Osa apoyarse en “las cosas antiguas” que había predicho a Israel, en las amenazas de destrucción que se han verificado con exactitud aterradora (Is 48,3ss; 43, 18) para prometerle “cosas nuevas, secretas y desconocidas” (48,6; 42, 9; 43,19), maravillas inimaginables. La síntesis más expresiva de estas maravillas es la nueva Jerusalén, “casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,7), madre de una raza incontable (54,3; 60,4), gozo y orgullo de Dios (60,15).

6. Las promesas de la sabiduría.

Hasta qué punto las promesas de Dios fundan la existencia toda de Israel lo prueba el lugar que ocupan en los escritos de sabiduría. Es cierto que toda sabiduría contiene una promesa, puesto que comienza por recoger y clasificar las experiencias para discernir los frutos que se pueden esperar de ellas. La originalidad de la sabiduría de Israel está en sustituir esta espera basada en los cálculos de la experiencia por una esperanza venida de fuera, de la fidelidad al espíritu auténtico del yahvismo, “a la alianza del Dios altísimo y a la ley de Moisés” (Eclo 24,23). La sabiduría de Israel le viene de arriba (Prov 8,22-31; Eclo 24,2ss; Sab 9,4.10), por lo cual la bienaventuranza que promete (Prov 8,32-36) rebasa las esperanzas humanas (Sab 7,8-11) para aspirar al “favor de Dios” (Prov 8,35), a “la amistad de Dios” (Sab 7,14). El Sal 119, eco de estas promesas en un corazón justo, testimonio que fomentaron la fe en Israel, la certeza de que sólo Dios basta.

III. LAS PROMESAS DE JESUCRISTO.

1. Los sinópticos.

Jesús, el Mesías prometido, en el que “todas las promesas de Dios tienen su sí” (2Cor 1, 20), se presenta en primer lugar como portador de nuevas promesas. Abre su predicación con la promesa de la venida del reino (Mt 4,23) que, en las bienaventuranzas, promete a los pobres y a los perseguidos (Mt 5,3.10; Lc 6,20.23). Se asocia discípulos prometiéndoles una milagrosa pesca de hombres (4,19), el poder sobre las doce tribus de Israel (19,28). Promete a Pedro fundar sobre él su Iglesia y le garantiza la victoria sobre el infierno (16,16ss). A todo el que le siga promete el céntuplo y la vida eterna (19,29); a quien se ponga de su parte le promete su apoyo delante de Dios (10;32). Reasume por su cuenta todas las promesas del AT, promesas de un pueblo y de una tierra, de un reino, de la bienaventuranza: dependen de su misión y de su persona. Todavía no se han cumplido, en tanto no ha llegado su hora, y no se puede seguir a Jesús sino en la fe, pero creer en él es palpar ya su cumplimiento, es ya haber hallado (Jn 1.41.45).

2. El Evangelio de Juan

Juan pone justamente en claro hasta qué punto Jesús, por su persona y por todos sus gestos, es ya en el mundo la presencia viva de las promesas. Es todo lo que espera el hombre, todo lo que Dios ha prometido a su pueblo, la verdad, la vida, el pan, el agua viva, la luz, la resurrección, la gloria de Dios; pero todo esto lo es en la carne y no se puede dar sino en la fe. Es más que una promesa, es ya un don, pero “dado” a la fe, “para que todo hombre que crea en él... tenga la vida eterna” (Jn 3,16).

3. La promesa del Espíritu.

“La promesa del Padre” (Lc 24,49; Hech 1,4) es el Espíritu; “llenando el universo y teniendo unidas todas las cosas” (Sab 1,7), contiene también todas las promesas (Gál 3,14). Así para que sea dado debe Jesús acabar su obra en esta tierra (Jn 17,4), amar a los suyos hasta el fin (13,1), dar su cuerpo y su sangre (Lc 22,19s). Entonces se le abren todos los tesoros de Dios y puede prometer todo: se puede “en su nombre... pedir todo a Dios” se tiene la seguridad de recibirlo (14, 13s). Este “todo” es el “Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir” (14,17) porque no puede creer, y que es la riqueza viva del Padre y del Hijo (16,15). Cuando “todo está consumado” expira Jesús y “entrega su espíritu” (19,30): ha cumplido todas sus promesas. Puede prometer a los suyos estar con ellos “hasta el fin del mundo”, una vezque les da “al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” (Mt 28,19s).

IV. LOS CRISTIANOS, HEREDEROS DE LAS PROMESAS.

Los cristianos, poseyendo el Espíritu, están en posesión de todas las promesas (Hech 2,38s) y, desde el momento en que “los paganos también han recibido el don del Espíritu Santo” (10,45), es que, en otro tiempo “extraños a las alianzas de la promesa” (Ef 2,12), han venido a ser en Cristo “partícipes de la promesa” (Ef 3,6). Desde el momento que la promesa ha sido dirigida siempre a la fe (Rom 4,13), está “asegurada a toda la descendencia que profesa... la fe de Abraham, nuestro padre común” (4,16), padre de todos, circuncisos e incircuncisos (4,9).

“Colmados de todas las riquezas”, “no careciendo de ningún don de la gracia” (1Cor 1,5.7), los cristianos no tienen ya nada que desear, puesto que el Espíritu es en ellos una posesión permanente y viva, una función y un sello. Sin embargo, no es todavía sino “las arras de nuestra herencia” (Ef 1,14; cf. 2Cor 1,22; 5,5), “las primicias... de nuestra redención” (Rom 8,23), y su oración en nosotros es “un gemido” y “una esperanza” (8,23s). Los cristianos son todavía peregrinos de una “patria mejor” (Heb 11,16), a la que tienden, a ejemplo de Abraham, “por la fe y la perseverancia” (6,12.15). Hasta el último día la promesa es para el amor el medio de ofrecerse a la fe.

MLRyJG