Perfección.

Una frase del Evangelio da a Dios como modelo de perfección que imi tar: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Este sorprendente precepto ocupa en el NT el lugar que en el AT ocupaba el del Levítico: “Sed santos como yo soy santo” (Lev 11,45; 19,2). Del uno al otro se manifiesta claramente un cambio de punto de vista.

AT.

1. Santidad de Dios y perfección.

Más que de perfección, el AT habla de santidad. Dios es santo, es decir, es de un orden muy distinto que los seres de este mundo; es grande, poderoso, terrible (Dt 10, 17; Sal 76); se muestra también maravillosamente bueno y fiel (Éx 34; Sal 136): interviene en la historia con justicia soberana (Sal 99). No se le califica de “perfecto”: en hebreo no se aplica bien la palabra sino a seres limitados (como “completo” en nuestras lenguas). Pero se habla de perfección acerca de sus obras (Dt 32, 4), de su ley (Sal 19,8), de sus caminos (2Sa 22,31).

2. Exigencia de perfección.

Cuando el Dios de santidad se escoge un pueblo, este pueblo resulta santo a su vez, es decir, separado de lo profano y consagrado. Por razón de esto se le impone una exigencia de perfección: lo que está consagrado debe ser intacto y sin defecto.

En primer lugar, integridad física: ésta se requiere en los animales ofrecidos en sacrificio: “No ofreceréis a Yahveh animal ciego, cojo o mutilado...” (Lev 22,22). La misma ley se aplica a los sacerdotes (Lev 21,17-23) y en cierto grado a todo el pueblo: las reglas sobre lo puro y lo impuro precisan sus modalidades (Lev 11-15).

Cuando se trata de personas, a la integridad física debe añadirse la integridad moral. Israel sabe que hay que servir a Yahveh “con corazón perfecto”, con toda sinceridad y fidelidad (1Re 8,61; cf. Dt 6,5; 10, 12), y que este servicio comprende la obediencia a los mandamientos y la lucha contra el mal: “Has de extirpar el mal de en medio de ti” (Dt 17,7.12). las desviaciones del sentido religioso fueron ásperamente combatidas por los profetas (Am 4, 4...; Is 1,10-17; 29,13): hay que buscar la verdadera justicia, desterrando la violencia y el egoísmo, viviendo en la fe en Dios, en el respeto del derecho y en la beneficencia (Is 58). La orden de Dios a Abraham: “Camina en mi presencia y sé perfecto” (Gén 17,1), reiterada en Dt 18,31, manifiesta así cada vez más la riqueza de su contenido.

3. Práctica de la perfección.

Los judíos piadosos, meditando los ejemplos de los antepasados (Sab 10; Eclo 44-49) buscaban la perfección en la observancia de la ley: “Dichosos, perfectos en su camino, los que marchan en la ley de Yahveh” (Sal 119). Pero su misma adhesión al ideal hacía más acuciantes ciertos problemas. Job es modelo de perfección, “hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se aleja del mal” (Job 1,1); ¿por qué no le perdona la desgracia? Esta dolorosa pregunta mantenía a las almas abiertas y en espera.

NT.

1. Perfección de la ley.

El Evangelio tributa homenaje a esta perfección abierta hacia una espera, como la de los padres de Juan Bautista, “irreprochables” en su fidelidad a la ley (Lc 1,6), o la de Simeón y de Ana (2,25-38). Pero si la práctica de la ley pretende recluirse con complacencia en sí misma, no es ya sino una falsa perfección que suscita la irreductible oposición de Jesús (p.e., Lc 18,9-14; Jn 5,44), continuada por la de Pablo (cf. Rom 10,3s; Gál 3,10).

2. Jesús y la perfección.

En efecto, la ley debe lograr su cumplimiento y remate en forma muy distinta. Revelando Jesús plenamente que el Dios muy santo es un Dios de amor, da nueva orientación a la exigencia de perfección que suscita la relación con Dios. No se trata ya de una integridad que preservar, sino de los dones de Dios: se trata del amor de Dios que se ha de recibir y propagar.

Jesús no se sitúa entre los “justos” que huyen el contacto con los pecadores: ha venido precisamente por los pecadores (Mt 9,12s). Cierto que es el “cordero sin mancha” (1Pe 1,19), prefigurado por las prescripciones del Levítico, pero toma sobre sí nuestros pecados, por cuya remisión derrama su sangre; así viene a ser nuestro sacerdote “perfecto” (Heb 5, 9s; 7,26ss), capaz de perfeccionarnos también a nosotros (Heb 10,14).

3. Perfección en la humildad.

Por tanto, quienquiera participar de la salvación que él aporta debe reconocerse pecador (1Jn 1,8) y renunciar a enorgullecerse de éxito alguno personal, para confiar únicamente en su gracia (Flp 3,7-11; 2Cor 12,9). Sin humildad y desasimiento no se puede seguir a Jesús (Lc 9,23 p; 22, 26s). No todos son llamados a las mismas formas de renuncia efectiva (cf. Mt 19,11s; Hech 5,4), pero quienquiera avanzar en la perfección debe caminar generosamente por este camino; la palabra dirigida al joven rico se impone a su atención: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes... y ven y sígueme” (Mt 19, 21; cf. Hech 4,36s).

4. Perfección del amor.

La perfección a que son llamados los hijos de Dios, es la del amor (Col 3,14; Rom 13,8-10). En el pasaje de Lucas paralelo a Mt 5,48, en lugar de “perfecto” se lee “misericordioso” (Lc 6,36), y el mismo contexto de Mateo habla también de caridad universal, de amor, extendido incluso al enemigo y al perseguidor. El cristiano debe, sí, guardarse del mal (Mt 5,29s; 1Pe 1,14ss); pero para asemejarse a su Padre (Mt 5,45; Ef 5,1s) debe al mismo tiempo preocuparse por el malo (cf. Rom 5,8), amarlo y, por mucho que le cueste, “vencer el mal a fuerza de bien” (Rom 12,21; 1Pe 3,9).

5. Perfección y progreso.

Esta generosidad conquistadora no se da nunca por satisfecha con el resultado obtenido. La idea de progreso está ahora ya ligada a la de perfección. Los discípulos de Cristo tienen siempre que progresar, que crecer en el amor (Flp 1,9), incluso cuando forman parte de la categoría de los cristianos formados (en griego “los perfectos” 1Cor 2,6; 14,20; cf. Flp 3,12.15).

6. Perfección en la parusía.

No cesan de prepararse para el advenimiento de su Señor, esperando que Dios les conceda ser hallados sin reproche cuando llegue ese día (1Tes 3,12s). Tienen empeño en responder al deseo de Cristo, que es el deseo de que entonces se le presente una Iglesia “totalmente resplandeciente..,” (Ef 5, 27); olvidando lo que ya se ha realizado se dirigen, por tanto, hacia adelante (cf. Flp 3,13), hasta “llegar todos juntos... a constituir el hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).

ALBERT VANHOYE