Patria.

La patria, “tierra de los padres”, es uno de los aspectos esenciales de la experiencia de un pueblo. Para el pueblo del AT la patria ocupó un lugar importante en la fe y en la esperanza. Pero eso era sólo una etapa preparatoria de la revelación, pues al fin dio Dios a conocer la existencia de otra patria, a la que están destinados todos los hombres.

AT.

1. La experiencia de una patria.

La historia del pueblo de Dios comienza con un desarraigo: Abraham debe abandonar su patria para ir a otro país del que todavía no sabe nada (Gén 12,1s). Ahora bien, el nuevo enraizamiento de su raza tarda en realizarse. Durante su permanencia en Canaán son los patriarcas extranjeros y huéspedes (Gén 23,4; Heb 11,13); la herencia del país se les ha prometido (Gén 12,7), pero todavía no se les ha dado. De la misma manera Egipto, donde habitan cierto tiempo, es para ellos tierra extranjera (cf. 15,13). Sólo después del éxodo y de la alianza del Sinaí es cuando se cumple la promesa de Dios: Canaán se convierte en su propia tierra, una tierra llena de significación religiosa. En efecto, no sólo es recibida de Dios como un don, no sólo guarda las tumbas de los padres (Gén 47,30; 50,5; Neh 2,3ss), sino que el hecho de que Dios posea en ella su lugar de residencia -el santuario del arca, luego el templo de Jerusalén- le confiere un valor sagrado. Por todas estas razones aparece ligada con la fe.

2. La experiencia del desarraigo.

Pero Israel pasa también por la experiencia contraria. Un doble desastre nacional devasta finalmente esta patria amada. Al mismo tiempo el pueblo es deportado lejos de ella y pasa por la experiencia del desarraigo. El exilio no hace sino avivar el apego de los judíos a su patria (Sal 137, 1-6), cuyas desgracias lloran (cf. Lam). Entonces comprenden que esta catástrofe tiene por causa el pecado nacional, que Dios ha sancionado en forma ejemplar (Lam 1,8.18s; Is 64,4...; Neh 9,29ss). Durante todo el tiempo que se prolonga la prueba, la patria humillada o lejana ocupa un puesto central en su oración (Neh 9, 36s), en sus preocupaciones (2,3), en sus esperanzas de porvenir (Tob 13, 9-17; Bar 4,30-5,9). Adictos a las instituciones del pasado, se esfuerzan constantemente por restablecerlas y hasta cierto punto lo logran. Pero al mismo tiempo descubren en los oráculos de los profetas una imagen transfigurada de la patria futura: es la nueva tierra santa y la nueva Jerusalén, centro de una tierra reunificada, las cuales adquieren la fisonomía de un paraíso recuperado. De este modo la patria es a la vez para los judíos una realidad concreta, análoga a todas las demás patrias humanas, y una concepción ideal, que descuella por su pureza y su grandeza sobre todas las demás ideologías nacionalistas en que se cristalizan los sueños humanos. Sin ser multinacional, como lo es en la misma época la concepción del imperio romano, tiende, no obstante, a la universalidad por razón de la vocación de Israel: en Abraham deben ser benditas todas las familias de la tierra (Gén 12,3), y Sión debe venir a ser la madre de todas las patrias (Sal 87).

NT.

1. Jesús y su patria.

Siendo Jesús plenamente hombre, hizo también la experiencia de la patria. La suya no fue un país cualquiera sino la tierra que Dios había dado en herencia a su pueblo. Amó a esta patria con todas las fibras de su corazón, tanto más que su propia misión era para ella ocasión de un nuevo drama. En efecto, como en otro tiempo había desconocido la voz de los profetas, también ahora la patria judía desdeña al que le revela su verdadera vocación. En Nazaret Jesús es desechado: ningún profeta es reconocido en su patria (Mt 13,54-57 p; Jn 4,44). A Jerusalén, la capital nacional, sabe Jesús que no va sino para morir (Lc 13,33). Por eso llora sobre la ciudad culpable que no ha reconocido el tiempo en que Dios la visitaba (Lc 19,41; cf. 13,34s p). Así pues, la patria terrenal de los judíos va irremisiblemente hacia su ruina, pues no ha cumplido lo que Dios aguardaba de ella. Una nueva catástrofe significará a los ojos de todos que Dios le retira la misión que se le había encargado en el designio de salvación (Mc 13,14-19; Lc 19,43s; 21,20-23).

2. La nueva patria.

El pueblo nuevo que es la Iglesia no suprime el enraizamiento de los hombres en una patria terrestre, como tratan de hacerlo ciertas ideologías actuales. El amor de la patria será siempre para ellos un deber, como prolongación del amor de la familia. Por eso los cristianos de origen judío conservan, como Jesús mismo, su afecto a la patria de Israel; en otro plano reivindica san Pablo el derecho de ciudadanía romana que posee por nacimiento (Hech 22,27ss). Pero la patria de Israel ha perdido ya su significación sagrada, transferida ahora ya a una realidad más alta. La Iglesia es la Jerusalén de lo alto, de la que somos hijos (Gál 4,26), como los israelitas eran hijos de la Jerusalén de la tierra. Allá en lo alto es donde tenemos nuestro derecho de ciudadanía (Flp 3,20). De esta manera todos los hombres pueden tener parte en la experiencia de la nueva patria. En otro tiempo los paganos eran extranjeros para Israel (Ef 2, 12); pero ahora comparten con los judíos el honor de ser conciudadanos de los santos (2,19). Así el cielo es la verdadera patria, de la que Israel, escogida entre las patrias terrenales, no era más que la figura, llena de sentido, pero provisional. Acá abajo no tenemos domicilio permanente, y buscamos el del porvenir (Heb 13,14). Esta patria preparaba Dios ya antiguamente a los patriarcas; y ellos, más allá de la tierra de Canaán, suspiraban ya con toda su fe por esta patria mejor (Heb 11,14ss). Todo hombre debe hacer como ellos: por encima del rincón de tierra en que está enraizado con los suyos debe discernir la nueva patria, donde vivirá con ellos para siempre.

 

PIERRE GRELOT