Paraíso.

La palabra griega paradeisos es un calco del persa pardes, que significa huerto. La versión de los Setenta emplea este término ora en sentido propio (Ecl 2,5; Cant 4,12), ora en sentido religioso, único del que nos ocupamos aquí.

1. El huerto de Dios.

En las religiones del Medio Oriente la representación de la vida de los dioses toma sus imágenes de la vida de los poderosos de la tierra: los dioses viven con delicia en palacios rodeados de huertos, por los que corre “el agua de la vida”, donde brota, entre otros árbole"s maravillosos, “el árbol de vida”, cuyo fruto alimenta a los inmortales. Acá en la tierra, sus templos, rodeados de huertos sagrados, imitan este prototipo. Estas imágenes, purificadas de su politeísmo, se aclimataron en la Biblia: según las convenciones del antropomorfismo, no se tiene reparo en evocar a Dios “paseándose a la brisa del día” en su huerto (Gén 3,8); el huerto y sus árboles son incluso citados en proverbio (Gén 13,10; Ez 31,8s.16ss).

2. Del paraíso perdido al paraíso hallado.

a) El paraíso perdido.

La misma imaginería se introduce en el desen volvimiento de la historia sagrada para evocar el estado en que Dios creó al hombre, la suerte para la que lo situó en la tierra. Dios plantó para él un huerto en Edén (Gén 2, 8ss; cf. Ez 28,31). Su vida en este huerto implica el trabajo (Gén 2, 15), aun teniendo el carácter de una felicidad ideal que en más de un sentido recuerda las descripciones clásicas de la edad de oro: familiaridad con Dios, uso libre de los frutos del huerto, dominio de los animales (2,19s), unidad armónica de la pareja primitiva (2,18.23s), inocencia moral significada por la ausencia de vergüenza (2,25), ausencia de la muerte que no entrará en la tierra sino a consecuencia del pecado (cf. 3,19). Sin embargo, la prueba del hombre ocupa también un lugar esencial en este paraíso primitivo: Dios colocó en él el árbol de conocimiento, y la serpiente va allí a tentar a Eva. No obstante, la felicidad del Edén subraya por contraste las miserias de nuestra condición actual, que comporta las experiencias contrarias: esta condición, fruto del pecado humano, está ligada al tema del paraíso perdido (3,23).

b) Promesa del paraíso.

El sueño que el hombre lleva en sí mismo no cs, pues, engañoso: corresponde a su vocación original. Pero sería para siempre irrealizable (cf. Gén 3,23) si por una disposición providencial toda la historia sagrada no tuviera por fin y sentido reintegrar al hombre a su estado primitivo. Por eso, del AT al NT, el tema del paraíso nuevamente hallado, con sus diversas resonancias, recorre los oráculos escatológicos, entrecruzándose con los de la nueva tierra santa y de la nueva creación. Los pecados del pueblo de Dios han hecho de su morada en la tierra un lugar de desolación (Jet 4,23); pero en los últimos tiempos lo transformará Dios en el huerto de Edén (Ez36,35; Is 51,3). En este nuevo paraíso las aguas vivas brotarán del templo en que residirá Dios; a sus márgenes crecerán árboles maravillosos que proporcionarán al pueblo nuevo, alimento y curación (Ez 47,12). Así el camino del árbol de vida volverá a abrirse para los hombres (Ap 2,7; 22,2; en contraste con Gén 3,24). La vida paradisíaca restaurada al final de la historia sagrada presentará caracteres que coincidirán con los del Edén primitivo y hasta los superarán en algunos puntos: fecundidad maravillosa de la naturaleza (Os 2,23s; Am 9,13; Jer 31,23-26; Jl 4,18); paz universal, no sólo de los hombres entre sí (Is 2,4), sino también con la naturaleza y los animales (Os 2,20; Is 11,6-9; 65,25); gozo sin mezcla (Jer 31,13; Is 35,10; 65,18..); supresión de todo sufrimiento y de la misma muerte (Is 35,5s; 65,19..; 25,7ss; Ap 20,14; 21,4); supresión de la antigua serpiente (Ap 20,2s.10); entrada en una vida eterna (Dan 12,2; Sab 5,15; Ap 2,11; 3,5). La realidad que evocan estas imágenes, en contraste con la condición a que el hombre fue reducido por el pecado, recobra, pues, los rasgos de su condición original, pero eliminando de ella toda idea de prueba y toda posibilidad de caída.

c) Anticipación del paraíso recobrado.

El paraíso recobrado es una realidad escatológica. El pueblo de Dios no ha conocido de él en su experiencia histórica sino sombras fugitivas: tal, por ejemplo, la posesión de una tierra “que mana leche y miel” (Éx 3.17; Dt 6,3; etc.). Sin embargo, su experiencia espiritual le dio de él una anticipación de otro orden. Porque Dios le qtorgó su ley, fuente de toda sabiduría (Dt 4,5s); ahora bien, “la sabiduría es un árbol de vida” que garantiza la felicidad (Prov 3,18; cf. Eclo 24,12-21); la ley, en el hombre que la observa, hace que abunde la sabiduría “como un río de paraíso” (Eclo 24,25ss; cf. Gén 2,10...); el sabio que la enseña a los otros es “como una corriente de agua que conduce al paraíso” (Eclo 24,30); la gracia y el temor del Señor son un paraíso de bendición (40,17.27). Así pues, por la sabiduría restituye Dios al. hombre un gusto anticipado del gozo paradisíaco.

El NT da a conocer el último secreto de este designio divino. Cristo es la fuente de la Sabiduría. Él es esta misma Sabiduría (1Cor 1,30). Es al mismo tiempo el nuevo Adán (Rom 5,14; 1Cor 15,45), por quien la humanidad tiene acceso a su estado escatológico. Él mismo, victorioso de la serpiente antigua, que es el diablo y Satán (cf. Ap 20,2), en el momento de su tentación, vive luego “con los animales salvajes” en una especie de paraíso recuperado (Mc 1,13; cf. Gén 1,26; 2,19s). Finalmente, sus milagros muestran que la enfermedad y la muerte quedan desde ahora vencidas. El hombre que cree en él ha hallado el “alimento de vida” (Jn 6,35), “el agua viva” (4-14), la “vida eterna” (5,24ss), es decir, los dones del paraíso escatológico inaugurado ya desde ahora.

3. El Paraíso, morada de los justos.

En los textos bíblicos la descripción del paraíso escatológico es sobria y se va depurando progresivamente; pero los apócrifos la amplifican considerablemente, lo cual prueba cierto desarrollo en las creencias judías (p.e., en el libro de Enoc). Antes del retorno a la tierra santa en los últimos tiempos, el paraíso sirve de morada intermedia, donde los justos son recogidos por Dios para aguardar el día del juicio, la resurrección y la vida del mundo futuro. Tal es la morada prometida por Jesús al buen ladrón (Lc 23,43), pero ya transformada por la presencia del que es la vida: “Estarás conmigo...” En cuanto al estado de bienaventuranza, garantizado al final de la historia sagrada, Jesús entra en él el primero más allá de su muerte para facilitar su acceso a los pecadores rescatados.

4. El paraíso y el cielo.

En cuanto morada de Dios, el paraíso se sitúa fuera de este mundo. Pero el lenguaje bíblico sitúa también en el cielo la morada divina. Así el paraíso se identifica a veces con “el más alto de los cielos”, el cielo en que reside Dios: allá es adonde fue arrebatado Pablo en espíritu para contemplar realidades inefables (2Cor 12,4). Tal es también el sentido habitual de la palabra paraíso en el lenguaje cristiano: “In paradisum deducant te angeli...” (íturgia de los funerales). Ahora ya el paraíso está abierto para los que moran en el Señor.

PIERRE GRELOT