Nombre.

AT.

El nombre, lejos de ser una designación convencional, expresa para los antiguos el papel de un ser en el universo. Dios da cima a la creación poniendo nombre a todas las criaturas, día, noche, cielo, tierra, mar (Gén 1,3-10), designando a cada uno de los astros por su nombre (Is 40,26) o encargando a Adán dar nombre a cada uno de los animales (Gén 2,20). Los hombres, a su vez, propenderán a dar un nombre significativo a los lugares a que se asocia un acontecimiento importante, aunque sea a costa de una etimología extraña, como en el caso de Babel (Gén 11,9).

1. Los nombres de los hombres.

El nombre dado en el nacimiento expresa ordinariamente la actividad o el destino del que lo lleva: Jacob es el suplantador (Gén 27,36), Nabal lleva un nombre apropiado, pues es un loco (1Sa 25,25). El nombre puede también evocar las circunstancias del nacimiento o el porvenir entrevisto por los padres: Raquel al morir llama a su hijo “hijo de mi dolor”, pero Jacob lo llama Benjamín, “hijo de mi diestra” (Gén 35,18). A veces es una especie de oráculo, que desea al niño el apoyo del Dios de Israel: Isaís (Yesa`-Yahu), “¡Al que Dios salve!”. En todo caso el nombre dice el potencial social de un hombre, hasta el punto de que “nombre” puede significar también “renombre” (Núm 16,2), y estar sin nombre es ser un hombre sin valor (Job 30,8). En cambio, tener varios nombres puede significar la importancia de un hombre que tiene diferentes funciones que desempeñar, como Salomón, llamado también “amado de Dios” (2Sa 12,25):

Si el nombre es la persona misma, actuar sobre el nombre es tener influjo en el ser mismo. Así un empadronamiento puede parecer significar una esclavización de las personas (cf. 2Sa 24). Cambiar a alguien el nombre es imponerle una nueva personalidad, dar a entender que ha quedado convertido en vasallo (2Re 23, 34; 24,17). Así Dios cambia el nombre de Abraham (Gén 17,5), de Saray (17,15) o de Jacob (32,29), para indicar que toma posesión de su vida. Igualmente, los nuevos nombres dados por Dios a Jerusalén perdonada, ciudad-justicia, ciudad-fiel (Is 1,26), ciudad-Yahveh (60,14), deseada (62, 12), mi-placer (62,4) expresan la nueva vida de una ciudad, en la que los corazones son regenerados por la nueva alianza.

2. Los nombres de Dios.

Así pues, en todos los pueblos importaba mucho el nombre de la divinidad; y mientras los babilonios llegaban hasta a dar cincuenta nombres a Marduk, su dios supremo, para consagrar su victoria en el momento de la creación, los cananeos mantenían oculto el nombre de sus divinidades bajo el término genérico de Baal. “señor, dueño” (de tal o tal lugar).

Entre los israelitas, Dios mismo se digna nombrarse. Anteriormente el Dios de Moisés era conocido únicamente como el Dios de los mayores, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El ángel que luchó con Jacob, interrogado, se niega a decir su nombre (Gén 32,30); al padre de Sansón sólo se le comunica un epíteto de este nombre: “maravilloso” (Jue 13, 18). Así también en los tiempos patriarcales se designó al Dios de Israel con objetivos como Shadday (el de la montaña) o con expresiones como “terror de Isaac” o “fuerte de Jacob”. Pero un día, en el Horeb, reveló Dios mismo su nombre a Moisés. La fórmula empleada se comprende a veces como una negativa análoga a la que dio el ángel a Jacob para no revelársele: “Yo soy el que soy”, “Yo soy lo que soy” (Éx 3,13-16; 6,3). Pero el texto sagrado quiso dar a esta fórmula un sentido positivo. En efecto, según el contexto, este nombre debe acreditar cerca del pueblo la misión de Moisés; “Yo-soy me envía a vosotros”, dirá Moisés, y el pueblo irá a adorar a “Él-es” (o “el hace ser”) en la montaña santa. De todos modos, este nombre significa que Dios está presente en medio de su pueblo: él es Yahveh.

3. Invocar el nombre de Dios.

Si Dios reveló su nombre, fue para que se le adorase bajo este verdadero nombre, el único auténtico (cf. Éx 3,15). Será por tanto la divisa de reunión de las tribus durante la conquista y después de ella (Jue 7,20). Es el nombre del único Dios verdadero, dirán más tarde los profetas: “Antes de mí ningún Dios fue formado, ni lo habrá después de mí. Yo, yo soy Yahveh” (Is 43,1Os).

Es, pues, el único nombre que estará autorizado en los labios de Israel (Éx 23,13), el único invocado en Jerusalén cuando David haya hecho de la ciudad la capital religiosa, pues “Yahveh es celoso de su nombre” (Éx 34,14). “Invocar el nombre de Yahveh” es propiamente dar culto a Dios, orarle: se grita su nombre (Is 12,4), se le llama (Sal 28,1; cf. Is 41,25), se hace llamamiento a él (Sal 99,6). Pero si Dios confió así su nombre propio a Israel, éste, en cambio, no debe “pronunciar en vano el nombre de Yahveh” (Éx 20,7; Dt 5,11): en efecto, no está a su disposición, de modo que abuse de él y acabe por tentar a Dios: esto no sería ya servir a Dios, sino servirse de él para sus propios fines.

4. El nombre es Dios mismo.

Dios se identifica de tal manera con su nombre que hablando de él se designa a sí mismo. Este nombre es amado (Sal 5,12), alabado (Sal 7,18). santificado (Is 29,23). Nombre temeroso (Dt 28.58), eterno (Sal 135,13). “Por su gran nombre” (Jos 7,9), a causa de su nombre (Ez 20,9) obra en favor de Israel; esto quiere decir: por su gloria, para ser reconocido como grande y santo.

Para marcar mejor la trascendencia del Dios inaccesible y misterioso, basta el nombre para designar a Dios. Así como para evitar una localización indigna de Dios, el templo es el lugar donde Dios “ha hecho habitar su nombre” (Dt 12,5), allí se va a su presencia (Éx 34,23), a este templo que “lleva su nombre” (Jer 7, 10.14). Es el nombre que, de lejos, va a pasar a las naciones por la criba de la destrucción (Is 30,27s). Finalmente, en un texto tardío (Ley 24,11-16), “el nombre” designa a Yahveh sin más precisiones, como lo hará más tarde el lenguaje rabínico. En efecto, por un respeto cada vez más acentuado, el judaísmo tenderá a no osar ya pronunciar el nombre revelado en el Horeb. En la lectura será reemplazado por Dios (Elohím) o más frecuentemente Adonai, “mi Señor”. Así, los judíos que traduzcan los libros sagrados del hebreo al griego no transcribirán nunca el nom‑ bre de Yahveh, sino lo expresarán por kyrios, señor. Al paso que el nombre de Yahevh, bajo la forma de Yau u otras, pasa a un uso mágico o profano, el nombre de Señor recibirá su consagración en el NT.

NT.

1- El nombre del Padre.

A la revelación que hizo Dios de su nombre en el AT corresponde en el NT la revelación por la que Jesús da a conocer a sus discípulos el nombre de su Padre (Jn 17,6.26). Por la forma como él mismo se manifiesta como el Hijo revela que el nombre que expresa más profundamente el ser de Dios es el de Padre, cuyo Hijo es Jesús (Mt 11,25ss), cuya paternidad también se extiende a todos los que creen en su Hijo (Jn 20.17).

Jesús pide al Padre que glorifique su nombre (Jn 12.28) e invita a sus discípulos a pedirle que lo santifique (Mt 6,9 p), cosa que Dios hará manifestando su gloria y su poder (Rom 9,17; cf. Lc 1,49), y glorificando a su Hijo (Jn 17,1.5.23s). Los cristianos tienen el deber de alabar el nombre de Dios (Heb 13,15) y de cuidar que su conducta no lo haga blasfemar (Rom 2,24; 2Tim 6,1).

2. El nombre de Jesús.

Los discípulos, recurriendo al nombre de Jesús, curan a los enfermos (Hech 3,6; 9,34), expulsan a los demonios (Mc 9, 38; 16,17; Lc 10,17; Hech 16,18; 19,13), realizando toda clase de milagros (Mt 7,22; Hech 4,30). Jesús aparece así tal como su nombre lo indica: el que salva (Mt 1,21-25) devolviendo la salud a los enfermos (Hech 3,16), pero también y sobre todo procurando la salvación eterna a los que creen en él (Hech 4,7-12; 5,31; 13,23).

3. El nombre del Señor.

Dios, resucitando a Jesús y haciéndolo sentar a su diestra, le dio el nombre que está por encima de todo nombre (F1p 2,9; Ef 1,20s), un nombre nuevo (Ap 3,12), que no es distinto del de Dios (14,1; 22,3s) y participa en su misterio (19,12). Este nombre inefable halla, no obstante, su traducción en la apelación de Señor, que conviene a Jesús resucitado con el mismo título que a Dios (Flp 2, 10s = Is 45,23; Ap 19,13.16 = Dt 10,17), y en la designación de Hijo, que en este sentido no comparte con ninguna criatura (Heb 1,3ss; 5,5; cf. Hech 13,33; Rom 1,4, según Sal 2,7).

Los primeros cristianos no vacilan en referir a Jesús una de las apelaciones más características del judaísmo para hablar de Dios: se declara a los apóstoles sumamente gozosos de haber sido “juzgados dignos de sufrir por el nombre” (Hech 5,41); se cita a misioneros que “se pusieron en camino por el nombre” (3Jn 7).

a) La fe cristiana consiste en “creer que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”, en “confesar que Jesús es Señor”, en “invocar el nombre del Señor”: estas tres expresiones son prácticamente equivalentes (Rom 10,9-13). Los primeros cristianos se designan naturalmente como “los que invocan el nombre del Señor” (Hech 9,14.21; 1Cor 1,2; 2Tim 2,22; cf. Hech 2,21 = Jl 3,5), significando así que reconocen a Jesús por Señor (Hech 2,36). La profesión de fe se impone particularmente en el momento del bautismo, que se confiere en nombre del Señor Jesús (Hech 8, 16; 19,5; 1Cor 6,11), o también en nombre de Cristo (Gál 3,27), de Cristo Jesús (Rom 6,3). El neófito invoca el nombre del Señor (Hech 22,16), el nombre del Señor se invoca sobre él (Sant 2,7); se halla así bajo el poder de aquel cuyo señorío reconoce.

En Jn, el objeto propio de la fe cristiana no es tanto el nombre del Señor cuanto el del Hijo: para poseer la vida importa creer en el nombre del Hijo único de Dios (Jn 3, 17s; cf. 1,12; 2,23; 20,30s; Un 3, 23; 5,5.10.13), es decir, adherirse a la persona de Jesús reconociendo que es el Hijo de Dios, que “Hijo de Dios” es el nombre que expresa su verdadero ser.

b) La predicación apostólica tiene por objeto publicar el nombre de Jesucristo (Lc 24,46s; Hech 4,17s; Si 28.40; 8,12; 10,43). Los predicadores tendrán que sufrir por este nombre (Mc 13,13 p), lo cual debe ser para ellos causa de gozo (Mt 5,11 p; Jn 15,21; 1Pe 4,13-16). El Apocalipsis va dirigido a cristianos que sufren por este nombre (Ap 2,3), pero se adhieren a él firmemente (2,13) y no lo reniegan (3,8). El ministerio del nombre de Jesús incumbe especialmente a Pablo, que lo ha recibido como una carga (Hech 9,15) y una causa de sufrimientos (9,16); sin embargo, desempeña su misión con intrepidez y orgullo (9,20.22.27s), pues ha consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo (15,26) y está pronto a morir por él (21,13).

c) La vida cristiana está totalmente impregnada por la fe: los cristianos se reúnen en nombre de Jesús (Mt 18,20), acogen a los que se presentan en su nombre (Mc 9.37 p), aunque guardándose de los impostores (Mc 13,6 p); dan también gracias a Dios en nombre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 5,20; Col 3,17), conduciéndose de tal manera que el nombre de Jesucristo sea glorificado (2Tes l,lls). En la oración se dirigen al Padre en nombre de su Hijo (Jn 14,13-16; 15,16; 16,23s, 26s).

4. Otros nombres.

Cada ser lleva el nombre que corresponde al papel que le ha sido asignado. Cuando su misión es divina, su nombre viene del cielo, como el de Juan (Lc 1,13.63). Aun dado por los hombres, el nombre es signo de una guía por parte de Dios: Zacarías (1,5.72: “Dios se ha acordado”), Isabel (1,5.73: “el juramento que él había jurado”), María (1,27.46.52: “magnificada, ensalzada”). Al dar Jesús a Simón el nombre de Pedro, muestra el papel que le confía y la nueva personalidad que crea en él (Mt 16,18).

El buen pastor conoce a cada una de sus ovejas por su nombre (Jn 10, 3). Los nombres de los elegidos están inscritos en el cielo (Lc 10,20), en el libro de la vida (Flp 4,5; Ap 3,5; 13,8; 17,8). Entrando en la gloria recibirán un nombre nuevo e inefable (Ap 2,17); participando de la existencia de Dios llevarán el nombre del Padre y el de su Hijo (3,12; 14, 1); Dios los llamará sus hijos (Mt 5,9), pues lo serán en realidad (1Jn 3,1).

JACQUES DUPONT