Limosna.

AT.

1. Los sentidos de la palabra.

El hebreo no tiene término especial para designar la limosna. Nuestra palabra española viene del griego eleemosyne, que en los LXX designa ora la misericordia de Dios (Sal 24,5; Is 59,16), ora (raras veces) la respuesta leal del hombre a Dios (Dt 6,25), ora, finalmente, la misericordia del hombre con sus semejantes (Gén 47,29). Esta última sólo es auténtica si se traduce en actos, entre los cuales tiene un puesto importante el apoyo material de los que se hallan en la necesidad. La palabra griega acabará por limitarse a este sentido preciso de “limosna”, en el NT y ya en los libros tardíos del AT: Dan, Tob, Eclo. Sin embargo, estos tres libros conocen todavía la eleemosyne de Dios para con el hombre (Dan 9,16; Tob 3,2; Eclo 16.14; 17,29): para toda la Biblia la limosna, gesto de bondad del hombre para con su hermano, es ante todo una imitación de los gestos de Dios, que fue el primero en dar muestras de bondad para con el hombre.

2. El deber de la limosna.

Si la palabra es tardía, la idea de la limosna es tan antigua como la religión bíblica, que desde los orígenes reclama el amor de los hermanos y de los pobres. La ley conoce así formas codificadas de limosna, que son ciertamente antiguas: obligación de dejar parte de las cosechas para el espigueo y la rebusca después de la vendimia (Lv 19,9; 23,22; Dt 24, 20s; Rut 2), el diezmo trienal en favor de los que no poseen tierras propias: levitas, extranjeros, huérfanos, viudas (Dt 14,28s; cf. Tob 1,8). El pobre existe y hay que responder a su llamada con generosidad (Dt 15,11; Prov 3,27s; 14,21) y delicadeza (Eclo 18,15ss).

3. Limosna y vida religiosa.

Esta limosna no debe ser mera filantropía, sino gesto religioso. La generosidad con los pobres, ligada con frecuencia a las celebraciones litúrgicas excepcionales (2Sa 6,19; Neh 8,10ss; 2Par 30,21-26; 35,7ss), forma parte del curso normal de las fiestas (Dt 16,11.14; Tob 2,1s). Más aún, este gesto adquiere su valor del hecho de alcanzar a Dios mismos (Prov 19,17) y crea un derecho a su retribución (Ez 18,7; cf. 16,49; Prov 21,13; 28,27) y al perdón de los pecados (Dan 4,24; Eclo 3,30). Equivale a un sacrificio ofrecido a Dios (Eclo 35,2). El hombre, al privarse de su bien, se constituye un tesoro (Eclo 19,12). “Bienaventurado el que piensa en el pobre y en el débil” (Sal 41,1-4; cf. Prov 14,21). El viejo Tobías exhorta así a su hijo con ardor: “No apartes el rostro de ningún pobre y Dios no lo apartará de ti. Si abundares en bienes, haz de ellos limosna, y si éstos fueren escasos, según esa tu escasez no temas hacerlo. Todo cuanto te sobrare, dalo en limosna, y no se te vayan los ojos tras lo que dieres...” (Tob 4,7-11.15). NT. Con la venida de Cristo la limosna conserva su valor, pero se sitúa en una economía nueva que le confiere un sentido nuevo.

1. La práctica de la limosna.

Es admirada por los creyentes, sobre todo cuando es practicada por extranjeros, por personas que “temen a Dios”, que así manifiestan su simpatía por la fe (Lc 7,5; Hech 9,36; 10,2). Por lo demás, Jesús la había contado, juntamente con el ayuno y la oración, como uno de los tres pilares de la vida religiosa (Mt 6,1-18).

Pero Jesús, al recomendarla, exige que se haga con perfecto desinterés, sin la menor ostentación (Mt 6,1-4), “sin esperar nada a cambio” (Lc 6, 35; 14,14), hasta sin medida (Lc 6,30). En efecto, no podemos contentarnos con alcanzar un máximo codificado: el diezmo tradicional parece sustituirlo Juan Bautista por una repartición por mitades (Lc 3,11), que Zaqueo realiza efectivamente (Lc 19,8); más aún, no hay que hacerse sordos a ningún llamamiento (Mt 5,42 p), porque los pobres están siempre entre nosotros (Mt 26, 11); finalmente, si uno no tiene ya nada propio (cf. Hech 2,44), queda todavía el deber de comunicar por lo menos los dones de Cristo (Hech 3,6), y de trabajar para venir en ayuda a los que se hallan en la necesidad (Ef 4,28).

2. La limosna y Cristo.

Si la limosna es un deber tan radical, es que halla su sentido en la fe en Cristo, lo cual puede tener un significado más o menos profundo.

a) Si Jesús sostiene con la tradición judía que la limosna es fuente de retribución celestial (Mt 6,2.4), que constituye un tesoro en el cielo (Lc 12,21.33s), gracias a los amigos que se granjea uno allí (Lc 16,9), nolo hace por razón de un cálculo interesado, sino porque a través de nuestros hermanos desgraciados alcanzamos a Cristo en persona: “Lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos...” (Mt 25,31-46).

b) Si el discípulo debe darlo todo en limosna (Lc 11,41; 12,33; 18,22) es, en primer lugar, para seguir a Jesús sin echar de menos los propios bienes (Mt 19,21s p), y después, para ser liberal como Jesús mismo, que “siendo rico se hizo pobre por vosotros a fin de enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).

c) Finalmente, para impedir que se degrade la limosna rebajándola a mera filantropía, no tuvo Jesús reparo en defender contra Judas el gesto gratuito de la mujer que acababa de “perder” el valor de trescientas jornadas de trabajo derramando su precioso perfume: “A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre” (Mt 26,11 p). Los pobres pertenecen a la economía ordinaria (Dt 15,11), natural en una humanidad pecadora; en cambio, Jesús significa la economía mesiánica sobrenatural; y la primera no halla su verdadero sentido sino por la segunda: a los pobres no se les socorre cristianamente sino con referencia al amor de Dios manifestado en la pasión y en la muerte de Jesucristo.

3. La limosna en la Iglesia.

Aun cuando sean necesarios ciertos gestos gratuitos para impedir que se confunda el Evangelio del reino con la extinción del pauperismo, todavía hay que socorrer a nuestro prójimo para alcanzar al “esposo que nos ha sido arrebatado” (Mt 9,15): “¿cómo mora la caridad de Dios en el que cierra sus entrañas ante su hermano a quien ve en necesidad?” (1Jn 3,17; cf. Sant 2,15).

¿Cómo celebrar el sacramento de la comunión eucarística sin compartir fraternalmente los propios bienes? (1Cor 11,20ss).

Ahora bien, la limosna puede tener un alcance todavía más vasto y significar la unión de las iglesias. Es lo que san Pablo quiere decir cuando da un nombre sagrado a la cuestación, a la colecta que hace en favor de la Iglesia madre de Jerusalén: es un ministerio (2Cor 8,4; 9, 1.12s), una liturgia (9,12). En efecto, para colmar el foso que comenzaba a cavarse entre al Iglesia de origen pagano y la Iglesia de origen judío, se preocupa Pablo por traducir en limosnas sustanciosas la unión de estas dos categorías de miembros del mismo cuerpo de Cristo (cf. Hech 11,29; Gál 2,10; Rom 15,26s; 1Cor 16,1-4); ¡con qué ardor pronuncia un verdadero “sermón de caridad” destinado a los corintios! (2Cor 8-9). Hay que aspirar a establecer la igualdad entre los hermanos (8,13), imitando la liberalidad de Cristo (8,9); para que Dios sea glorificado (9,11-14) hay que “sembrar abundantemente”, pues “Dios ama al que da con alegría” (9,6s).

CLAUDE WIÉNER