Liberación, libertad.

“Hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Gál 5,13): éste es uno de los aspectos esenciales del Evangelio de la salvación; Jesús vino a “anunciar a los cautivos la liberación, a devolver la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). Su intervención es eficaz para todos: paganos de otro tiempo, que se sentían regidos por la fatalidad, y judíos que se negaban a confesarse esclavos (Jn 8,33), pero también masas humanas de hoy día, que aspiran confusamente a una liberación total. Cierto, hay libertad y libertad y la Biblia no da definición. Por lo menos, afirma implícitamente que el hombre está dotado del poder de responder con una elección libre a las intenciones de Dios sobre él (I); y sobre todo traza el camino de la verdadera libertad: Yahveh interviene en el AT para asegurar la liberación de su pueblo (II); en el NT, la gracia de Cristo aporta a todos los hombres la libertad de los hijos de Dios -(III).

1. LA LIBERTAD DEL HOMBRE.

Ciertos textos bíblicos podrían parecer ignorar la existencia en el hombre de una real libertad de elección, visto lo mucho que los autores sagrados insisten en la soberanía de la voluntad de Dios (Is 6,9s; Rom 8,28ss; 9,10-21; 11,33-36). Pero aquí hay que tener en cuenta la tendencia del pensamiento semítico a enfocar directamente la causalidad divina, sin mencionar las causas segundas, aunque sin por ello negarlas (cf. Éx 4,21; 7,13s: el endurecimiento de Faraón). Por otro lado hay que distinguir diversos grados y modalidades en la voluntad de Dios: Dios no quiere de la misma manera la salvación de todos los hombres (1Tim 2,4) y la muerte eterna del pecador impenitente (cf. Ez 18,23). La afirmación paulina de “la libertad de la elección divina” (Rom 9,11) y de la predestinación (8,29s) no autoriza a deducir de ahí el carácter ilusorio de la libertad humana.

En realidad toda la tradición bíblica supone que el hombre es capaz de tomar decisiones libres: constantemente hace llamamiento a su poder de elección y al mismo tiempo subraya su responsabilidad, desde el relato del primer pecado (Gén 2,3; cf. 4,7). Al hombre le toca escoger entre la bendición y la maldición, entre la vida y la muerte (cf. Dt 11,26ss; 30, 15-20), convertirse, y ello hasta el término de su existencia (Ez 18,21-28; Rom 11,22ss; 1Cor 9,27). A cada uno le toca emprender el camino que conduce a la vida y perseverar en él (Mt 7,13s). El Eclesiástico rechaza expresamente las excusas del fatalista: “No digas: "el Señor me ha hecho pecar", porque él no hace lo que le causa horror... Si quieres, guardarás los mandamientos: en tu mano está mantenerte fiel” (Eclo 15, 11.15; cf. Sant 1,13ss). Y Pablo protesta con razón contra las palabras blasfemas del pecador que pretende tachar de injusto a Dios que lo condena justamente (Rom 3,5-8; 9,19s).

Los autores sagrados no hicieron desaparecer la aparente antinomia entre la soberanía divina y la libertad humana, pero dijeron lo suficiente para que se pueda comprender que tanto la gracia de Dios como la obediencia libre del hombre son necesarias para la salvación. Pablo lo tiene por cierto en su propia vida (Hech 22,6-10; 1Cor 15,10) como en la de todo cristiano (Flp 2,12s). El misterio subsiste a nuestros ojos, pero Dios conoce el secreto de inclinar nuestro corazón sin violentarlo y de atraernos a él sin forzarnos (cf. Sal 119,36; Ez 36,26s; Os 2,16s; Jn 6,44).

II. LA LIBERACIÓN DE ISRAEL.

1. La salida de Egipto.

Un acontecimiento fundamental marcó los orígenes del pueblo elegido, su liberación por Dios de la servidumbre de Egipto (Éx 1-15). El AT emplea a este propósito sobre todo dos verbos característicos, el primero de los cuales (ga'al: Éx 6,6; Sal 74,2; 77,16) es un término de derecho familiar, mientras que el segundo (pcidárh: Dt 7,8; 9,26; Sal 78,42) pertenece originariamente al derecho comercial (“liberar contra equivalente”). Pero los dos verbos son prácticamente sinónimos cuando tienen por sujeto a Dios, y en la inmensa mayoría de los casos la LXX los tradujo de la misma manera (por lytrusthai, con frecuencia traducido en latín por redimere). La etimología del verbo griego (lyrron, “rescate”) no debe inducir a error acerca de su significado: el conjunto de los textos bíblicos muestra que la primera redención fue una liberación victoriosa, y que Yahveh no pagó rescate alguno a los opresores de Israel.

2. Dios, el “goel” de Israel.

Cuando las infidelidades del pueblo de Dios dieron por resultado la ruina de Jerusalén y el exilio, la liberación de los judíos deportados a Babilonia fue una segunda redención, cuya buena nueva constituye el mensaje principal de Is 40-55. Yahveh el Santo de Israel, es su “libertador”, su gó'él (Is 43,14; 44,6.24; 47,4; cf. Jer 50,34).

En el antiguo derecho hebreo, el go él es el pariente próximo, a quien incumbe el deber de defender a los suyos, ya se trate de mantener el patrirnonio familiar (Lev 25,23ss), de liberar a un “hermano” caído en esclavitud (Lev 25,26-49), de proteger a una viuda (Rut 4,5) o de vengar a un pariente asesinado (Núm 25, 19ss). El empleo del título de gó'él en Is 40-55 sugiere la persistencia de un vínculo de parentesco entre Yahveh e Israel: por razón de la alianza contraída en tiempos del primer Éxodo (cf. ya Éx 4,22), la nación escogida es, a pesar de sus faltas, la esposa de Yahveh (Is 50,1). Es manifiesto el paralelismo entre las dos liberaciones (cf. Is 10,25ss; 40,3); la segunda es gratutita no menos que la primera (Is 45,13; 52,3), y la misericordia de Dios aparece en ella todavía más, puesto que el exilio era el castigo de los pecados del pueblo.

3. La espera de la liberación definitiva.

Otras pruebas debían todavía caer sobre el pueblo elegido, el cual, en sus tribulaciones, no cesará de invocar el auxilio de Dios (cf. Sal 25, 21; 44,27) y de acordarse de la primera redención, prenda asegurada y figura de todas las demás: “No descuides esta porción que te pertenece, que para ti rescataste de la tierra de Egipto” (oración de Mardoqueo en Est 4,17 g LXX; cf. 1Mac 4,8-11). Los últimos siglos que preceden a la venida del Mesías están marcados por la espera de la “liberación definitiva” (traducción del Targurn en Is 45,17; cf. Heb 9,12), y las oraciones más oficiales del judaísmo piden el goél de Israel que acelere el día.

Sin duda más de un judío aguardaba sobre todo del Señor la liberación del yugo impuesto por las naciones a la tierra santa, y quizás era así como los peregrinos de Emaús se representaban el quehacer del “que liberaría a Israel” (Lc 24,21). Pero esto no excluye que la élite espiritual (cf. Lc 2,38) pudiera cargar esta esperanza con un contenido religioso más auténtico, como el que se expresaba ya al final del Salmo 130, 8: “El Señor liberará a Israel de todas sus culpas.” En efecto, la verdadera liberación implicaba la purificación del resto llamado a participar de la santidad de su Dios (cf. Is 1,27; 44,22; 59,20).

4. Prolongaciones personales y sociales.

En el plano personal la liberación operada por Dios en favor de su pueblo se prolonga en cierto modo en la vida de cada fiel (cf. 2Sa 4,9): “Por la vida de Yahveh que me libró de toda aflicción”), y éste es un tema frecuente en la oración de los Salmos. A veces el salmista se expresa en términos generales, sin precisar a qué peligro está o ha estado expuesto (Sal 19,15; 26,11); otras veces dice tener que habérselas con adversarios que atentan contra su vida (Sal 55,19; 69,19), o bien su oración es la de un enfermo grave que moriría sin la intervención de Dios (Sal 103,3s). Pero ya están echados los fundamentos para una esperanza más profundamente religiosa (cf. Sal 31,6; 49,16).

En el plano social la misma legislación bíblica está marcada con el recuerdo de la primera liberación de Israel, sobre todo en la corriente deuteronomista: al esclavo hebreo se le debía dar libertad el séptimo año para honrar lo que Yahveh había hecho por los suyos (Dt 15,12-15; cf. Jer 34,8-22). Por lo demás, no siempre se respetaba la ley; así, aun después del retorno del exilio, Nehemías tendrá que alzarse contra las exacciones de algunos de sus compatriotas que no vacilaban en reducir a esclavitud a sus hermanos “rescatados” (Neh 5,1-8). Y sin embargo, “dejar en libertad a los oprimidos, romper todos los yugos” es una de las formas del “ayuno que agrada a Yahveh” (Is 58,6).

III. LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS.

1. Cristo, nuestro libertador.

La liberación de Israel era sólo prefiguración de la redención cristiana. Cristo es, en efecto, quien instaura el régimen de la libertad perfecta y definitiva para todos, judíos y paganos, los que se adhieren a él en la fe y en la caridad.

Pablo y Juan son los principales heraldos de la libertad cristiana. El primero la proclama sobre todo en la carta a los Gálatas “Para que fuéramos libres nos liberó Cristo.. Hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Gál 5,1.13; cf. 4,26.31; 1Cor 7,22; 2Cor 3,17). Juan, por suparte, insiste en el principio de la verdadera libertad, la fe que acoge la palabra de Jesús: “La verdad os hará libres; ...si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres” (In 8,32.36).

2. Naturaleza de la libertad cristiana.

La libertad cristiana, aunque tiene repercusiones en el plano social, de lo cual da un testimonio espléndido la carta a Filemón, se sitúa por encima de él. Accesible tanto a los esclavos como a los hombres libres, no presupone un cambio de condición (1Cor 7,21). En el mundo grecorromano, en el que la libertad civil constituía el fundamento mismo de la dignidad, este hecho sonaba a paradoja; pero así se manifestaba el valor mucho más radical de la emancipación ofrecida por Cristo. Esta emancipación no se confunde tampoco con el ideal de los sabios, los estoicos y otros, que con la reflexión y el esfuerzo moral trataban de adquirir el perfecto dominio de sí mismos y de establecerse en una inviolable tranquilidad interior. La liberación del cristiano, lejos de ser fruto de una doctrina abstracta e intemporal, resulta de un acontecimiento histórico, la muerte victoriosa de Jesús, y de un contacto personal, la adhesión a Cristo en el bautismo.

El creyente es libre en cuanto que en Cristo ha recibido el poder de vivir ya en la intimidad del Padre, sin verse impedido por los lazos del pecado, de la muerte y de la ley.

a) El pecado es el verdadero déspota, de cuyo yugo nos arranca Jesucristo. En Rom 1-3 describe Pablo el rigor de la tiranía universal que ejercía el pecado en el mundo; pero lo hace para poner tanto más de relieve la sobreabundancia de la gracia (Rom 5,15.20; 8,2). El bautismo, asociándonos al misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, puso fin a nuestra servidumbre (Rom 6,6). Con esta liberación se realiza lo esencial de la espera del AT, tal como la comprendía la élite de Israel (cf. Lc 1,68-75). Citando Pablo a Is 59,20, según los LXX, destaca bien el carácter espiritual de esta liberación: “De Sión vendrá el libertador, que quitará las impiedades de en medio de Jacob” (Rom 11,26). Y el Apóstol revela en otro lugar a los paganos el “misterio” de su pleno acceso a los privilegios del pueblo elegido; las maravillas de la primera liberación se han renovado para todos nosotros: “Dios nos ha sustraído al imperio de las tinieblas y nos ha transferido al reino de su Hijo muy amado, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados” (Col 1,13s).

b) La muerte. La muerte, compañera del pecado (Gén 2,17; Sab 2,23s; Rom 5,12), es también vencida; ha perdido su veneno (1Cor 15,56). Los cristianos no están ya esclavizados por su temor (Heb 2,14s). Desde luego, la liberación en este punto no será perfecta sino en la resurrección gloriosa (1Cor 15,26. 54s) y nosotros estamos todavía “en espera de la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8,23). Pero ya en cierto modo se han inaugurado los últimos tiempos y nosotros “hemos pasado de la muerte a la vida” (1Jn 3,14; Jn 5,24) en la medida en que vivirnos en la fe y en la caridad.

c) La ley. Por lo mismo nosotros “no estamos ya bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom 6,15). Por sorprendente, o trivial, que pueda parecer esta afirmación de Pablo, no conviene minimizarla, so pena de desnaturalizar el Evangelio de salvación anunciado por el Apóstol. Puesto que hemos muerto en forma mística con Cristo, estamos ya desligados de la ley (Rom 7,1-6), y no podemos buscar el principio de nuestra salvación en el cumplimiento de una leyexterior (Gál 3,2.13; 4,3ss). Estamos bajo un régimen nuevo, y la docilidad al Espíritu derramado en nuestros corazones constituye ahora la norma de nuestra conducta (cf. Jer 31,33; Ez 36,27; Rom 5,5; 8,9-14; 2Cor 3,3-6).

Es verdad que Pablo habla todavía de una “ley de Cristo” (Gál 6,2; cf. 1Cor 9,21), pero esta ley se resume en el amor (Rom 13,8ss), y nosotros, bajo la moción del Espíritu, la cumplimos espontáneamente, porque “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Cor 3,17). 3. El ejercicio de la libertad cristiana.

a) El cristiano liberado se ve lleno de una confianza intrépida, de un orgullo, al que el NT llama parresia. Esta palabra típicamente griega (literalmente: libertad para decir todo) designa sin duda una actitud característica del cristiano y todavía más del Apóstol: delante de Dios, un comportamiento de hijo (cf. Ef 3, 12; Heb 3,6; 4,16; Un 2,28; 3,21), pues en el bautismo se recibe un “espíritu de hijo adoptivo” y no un “espíritu de esclavo (Rom 8,14-17) y, por otra parte, ante los hombres una seguridad para anunciar el mensaje (Hech 2,29; 4,13; etc.).

b) La libertad no es licencia o libertinaje. “Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero que esta libertad no se convierta en pretexto para la carne” (Gál 5,13). Desde los principios debieron los apóstoles denunciar ciertas falsificaciones de la libertad cristiana (cf. 1Pe 2,16; 2Pe 2,19), y el peligro parece haber sido particularmente grave en la comunidad de Corinto. Los gnósticos de esta ciudad habían quizás adoptado como divisa una fórmula paulina, “todo me está permitido”, pero falseaban su sentido, y Pablo se ve obligado a poner las cosas en su punto: el cristiano no puede olvidar que pertenece al Señor y que está destinado a la resurrección (1Cor 6,12ss).

c) El primado de la caridad. “Todo está permitido, pero no todo edifica”, precisa todavía el Apóstol (1Cor 10,23); es preciso renunciar a algunos de nuestros derechos si lo exige el bien de un hermano (1Cor 8-10; Rom 14). Esto no es, propiamente hablando, un límite impuesto a la libertad, sino una manera superior de ejercerla. Los cristianos, emancipados de su antigua esclavitud para el servicio de Dios (Rom 6), se pondrán “por la caridad al servicio unos de otros” (Gál 5,13), como les inclina a ello el Espíritu Santo (Gál 5,16-26). Pablo, haciéndose servidor, y en cierto sentido esclavo de sus hermanos (cf. 1Cor 9,19), no cesaba de ser libre, pero era imitador de Cristo (cf. 1Cor 11,1), el Hijo que se hizo servidor.

LÉON ROY