Ley.

El hebreo torah posee un significado más amplio, menos estrictamente jurídico que el griego nomos, por el que lo tradujeron los Setenta. Designa una “enseñanza” dada por Dios a los hombres para reglamentar su conducta. Se aplica ante todo al conjunto legislativo que la tradición del AT hacía depender de Moisés. El NT, fundándose en este sentido del término, clásico en el judaísmo, llama “la ley” a toda la economía cuya pieza maestra era esta legislación (Rom 5,20), por oposición al régimen de gracia inaugurado por Jesucristo (Rom 6,15; In 1, 17); sin embargo, habla también de la “ley de Cristo” (Gál 6,2). Así el lenguaje de la teología cristiana distingue los dos Testamentos, llamándolos “ley antigua” y “ley nueva”. Para recubrir toda la historia de la salvación, reconoce además la existencia de un régimen de “ley natural” (cf. Rom 2,14s) para todos los hombres que vivieron o viven al margen de los dos precedentes. De esta manera, tres etapas esenciales del designio de Dios están caracterizadas por la misma palabra, que subraya su aspecto ético e institucional. Éstas nos servirán de hilo conductor.

A. HASTA MOISÉS: LA LEY NATURAL.

La expresión “ley natural” no figura en estos términos en la Escritura; pero en ella se encuentra claramente la realidad designada por la fórmula, aun cuando su evocación se efectúe por medio de procedimientos variados.

1. Antiguo Testamento.

Los capítulos 1-11 del Génesis (y los raros textos paralelos) ofrecen una representación en imágenes, del régimen religioso bajo el que se hallaban los hombres hasta la época decisiva de las promesas (Abraham y los patriarcas) y de la ley (Moisés). Desde los orígenes se ve el hombre enfrentado con un precepto positivo que le expresa la voluntad de Dios (Gén 2,16s): en esto precisamente consiste la prueba del paraíso, y la transgresión de este mandamiento tiene como consecuencia la entrada de la muerte en el mundo (3,17ss; cf. Sab 2,24; Rom 5,12). Es evidente que en lo sucesivo no dejó Dios al hombre sin ley. Existe para él una regla moral, que Dios recuerda a Caín (Gén 4,7) y que viola la generación del diluvio (6,5). Existen también preceptos religiosos dados a Noé con la alianza divina (9,3-6), e instituciones cultuales puestas en práctica por los hombres de entonces (4,3s; 8,20). Según sus actitudes frente a esta ley embrionaria son los hombres justos (4,3; 5,24; 6,9) o malos (4,4; 6,5. 11s; 11,1-9; cf. Sab 10,3ss)

2. Nuevo Testamento.

La presentación paulina del designio de salvación no ignora esta etapa de la historia sagrada que va desde Adán hasta Moisés (Rom 5,13s). En efecto, el régimen religioso que representa es todavía el mismo bajo el que se hallan las naciones paganas que no han tenido parte en la vocación de Israel. Si Dios las dejó seguir sus caminos (Hech 14,16; cf. Rom 1,24-31) y buscar a tientas (Hech 17,27) durante el tiempo de la ignorancia (17,30), sin embargo, no carecían de conocimiento de su voluntad; su ley estaba grabada en su corazón y 'se les revelaba a través de la conciencia (Rom 2,14s). Por “ley” entiende aquí Pablo esencialmente prescripciones de orden moral: acerca de éstas juzga Dios a los paganos (1,18; 2,12); y conforme a éstas los condena, ya que, conociendo el veredicto de Dios sobre los crímenes humanos, todavía se hacen reos de ellos (1,32; cf. ya Am 1,2-2,3). Pero, como fuente de estas faltas morales, denuncia Pablo el pecado religioso, que revela la verdadera naturaleza de la desobediencia a la ley: no dar gloria a Dios, habiéndole conocido (Rom 1,21).

B. MOISÉS Y LA ANTIGUA LEY.

El pueblo del AT, puesto aparte de las naciones, fue situado por Dios bajo un régimen diferente: el de la ley positiva, revelada por él mismo, la torah de Moisés.

1. DIVERSIDAD DE LA LEY.

1. Esta ley se ha de buscar exclusivamente en los cinco libros del Pentateuco. La historia sagrada que describe el designio de Dios desde los orígenes hasta la muerte de Moisés, está entreverada de textos legislativos. Éstos tienen por marco la creación (Gén 2,2s), la alianza de Noé (9,1-7), la alianza de Abraham (17,9-14), el éxodo (Éx 12,1-28.43-51), la alianza del Sinaí y la permanencia en el desierto (Éx 20,1-17; 20,22-23,32; 25-31; 34,10-28; 35-40; Lv entero; Núm 1,1-10,28; 15; 17-19; 26-30; 35; Dt casi entero).

2. Tal cantidad de legislación encierra materiales de todos los órdenes, pues la torah reglamenta la vida del pueblo de Dios en todas las esferas. Prescripciones morales, particularmente marcadas en el Decáloge (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21), hacen presentes las evigencias fundamentales de la conciencia humana con una precisión y una seguridad que los filósofos de la antigüedad pagana no alcanzaron en el mismo grado en todos los puntos. Prescripciones jurídicas, dispersas en varios códigos, regulan el funcionamiento de las instituciones civiles (familiares, sociales, económicas, judiciales). Finalmente, prescripciones cultuales precisan lo que debe ser el culto de Israel, con sus ritos, sus ministros, sus condiciones de funcionamiento (reglas de pureza). Nada se deja al azar; y puesto que el pueblo de Dios tiene como sustrato una nación particular cuyas estructuras adopta, las mismas instituciones temporales de esta nación dependen del derecho religioso positivo.

3. La misma variedad se observa en la formulación literaria de las leyes. Algunos artículos de forma casuística (p.e., Éx 21,18...) pertenecen a un género corriente en los antiguos códigos orientales: el de las decisiones de justicia que les dieron origen. Otros (p.e., Éx 21,17) recuerdan las maldiciones populares que acompañaban a la ceremonia de la renovación de la alianza (Dt 27,15...). Los mandamientos de forma apodíctica (p.e., el Decálogo) constituían órdenes directas por las que Dios daba a conocer sus voluntades a su pueblo. Finalmente, ciertos preceptos motivados tienen afinidad con la enseñanza de sabiduría (p.e., Éx 22,25s). En general, son los mandamientos los que dan el tono. La torah de Israel se distingue así netamente de los otros códigos, que son sobre todo colecciones de decisiones de justicia; aparece ante todo como una enseñanza dada en forma imperativa en nombre de Dios mismo.

4. Atendiendo a esta variedad, se dan a la torah en el AT diversas apelaciones: enseñanza (torah), testimonio, precepto, mandamiento, decisión (o juicio), palabra, voluntad, camino de Dios (cf. Sal 19,8-11; 119 passim)... Así se ve que desborda en todas formas los límites de las legislaciones humanas.

II. MISIÓN DE LA LEY EN EL AT.

1. La ley está en íntima relación con la alianza. Cuando mediante la alianza constituye Dios a Israel en su pueblo particular, añade a esta elección promesas cuya realización dominará la historia subsiguiente (Éx 23,22-33; Lev 26,3-13; Dt 28, 1-14). Pero también pone condiciones: Israel habrá de obedecer a su voz y observar sus prescripciones, de lo contrario caerán sobre él las maldiciones divinas (Éx 23,21; Lev 26,14-45; Dt 28,15-68). Efectivamente, la ceremonia de la alianza comporta un compromiso a observar la ley divina (Éx 19,7s; 24,7; cf. Jos 24,21-24: 2Re 23,3). Ésta es, por tanto. una pieza maestra de la economía religiosa que prepara a Israel para la venida de la salvación. Sus mismas exigencias, por duras que parezcan, son en realidad una gracia, pues tienden a hacer de Israel el pueblo sabio por excelencia (Dt 4, 5-8) y a ponerlo en comunión con la voluntad de Dios. Constituyen un duro amaestramiento, gracias al cual el “pueblo de ruda cerviz” hace el aprendizaje de la santidad que Dios guarda de él. Esto se aplica ante todo a los mandamientos morales del Decálogo, centro de la torah; pero también se aplica a las prescripciones civiles y cultuales, que traducen concretamente su ideal en el marco de las institucones israelitas.

2. Este nexo de la ley con la alianza explica que en Israel no haya otra ley más que la de Moisés. En efecto, Moisés es el mediador de la alianza sobre la que está fundada la antigua economía; es también, por tanto, el mediador por el que Dios da a conocer a su pueblo las exigencias que de ella se desprenden (Sal 103,7). Este hecho esencial se traduce en los textos de dos maneras. Ningún legislador humano, ni siquiera en la época de David y de Salomón, pone jamás su autoridad en lugar de la del creador de la nación ni la añade a ésta (ni siquiera Ez 40-48, aunque tal mosaico de inspiración se integró a la torah). Viceversa, los textos legislativos se ponen siempre en boca de Moisés y en el marco narrativo de la permanencia en el Sinaí.

3. Esto no quiede decir que la torah no se desarrollara con el tiempo. La crítica interna descubre en ella con toda razón conjuntos literarios de tono y de carácter variados. Esto indica que la herencia de Moisés se transmitió por canales diversos, correlativos a las fuentes del Pentateuco. Repetidas veces fue refundido, adaptado a las necesidades de los tiempos, completado en puntos de detalle. El Decálogo (Éx 20,1-17) y el Código de la alianza (Éx 20,22-23,33) con así reausumidos y ampliados por el Deuteronomio (Dt 5,2-21; 12-28) que muestra en el amor de Yahveh el primer mandamiento al que se reducen todos los demás (6,49). El código de santidad (Lev 17-26) intenta otra síntesis cuyo leitmotiv es la imitación del Dios santo (19,1). Las reformas sucesivas operadas por los reyes (l Re 15,12ss; 2Re 18,3-6; 22,1-23-25) toman siempre como base una torah mosaica en vías de desarrollo y de profundización. La obra final de Esdras, en relación probable con la fijación definitiva del Pentateuco, no hace sino consagrar el valor y la autoridad de esta ley tradicional (cf. Esdras 7,1-26; Neh 8), cuyas bases y cuya orientación esencial habían sido fijadas por Moisés.

III. ISRAEL ANTE LA LEY.

A lo largo del AT está, la ley presente en todas partes: el pueblo se ve constantemente confrontado con sus exigencias; en los escritores sagrados aparece constantemente en el trasfondo del pensamiento.

1. Los sacerdotes son por función los depositarios y los especialistas de la torah (Os 5,1; Jer 18,18; Ez 7,26): deben enseñar al pueblo las decisiones y las instrucciones de Yahveh (Dt 33,10). Esta enseñanza, dada en el santuario (Dt 31,10s) concierne evidentemente a las materias cultuales (Lev l0,10s; Ez 22,26; Ag 2,11ss; Zac 7,3); pero versa también acerca de todo lo que atañe a la conducta en la vida: los sacerdotes, intérpretes de un depósito sagrado, tienen la misión de transmitir la ciencia religiosa, el conocimiento de los caminos de Yahveh (Os 4,6; Jer 5, 4s). De ellos, por tanto, provienen las complicaciones legislativas; bajo su autoridad se efectuó el desarrollo de la torah.

2. Los profetas, hombres de la palabra movidos por el Espíritu de Dios, reconocen la autoridad de esta torah, cuyo descuido reprochan incluso a los sacerdotes (cf. Os 4,6; Ez 22,26). Oseas conoce sus numerosos preceptos (Os 8,12), y los pecados que denuncia son ante todo violaciones del Decálogo (4,1s). Jeremías predica la obediencia a las “palabras de la alianza” (Jer 11,1-12) para apoyar la reforma deuteronómica (2Re 22). Ezequiel enumera pecados cuya lista parece tomada del código de santidad (Ez 22,1-16.26). La alta moral que se les atribuye no hace sino reasumir y profundizar las exigencias de la torah mosaica.

3. No es extraño que hallemos el mismo espíritu en los historiadores de Israel. Para los compiladores de las antiguas tradiciones la alianza sinaí.tica es, en efecto, el verdadero punto de partida de la nación. En cuanto a los historiadores deuteronómicos (Dt, Jue, Sa, Re), escudriñan el sentido de los acontecimientos pasados a la luz de los criterios suministrados por el Deuterononio. El historiador sacerdotal del Pentateuco hace lo mismo según la tradición legislativa de su ambiente. Finalmente, el cronista, cuando rehace a su manera la historia de la teocracia israelita, se deja guiar por el ideal que le ofrece un Pentateuco por fin ya fijado. En todo caso, censuras y elogios se dispensan a los hombres de otros tiempos según su actitud frente a la torah. La historia así comprendida viene a ser una predicación viva que induce al pueblo de Dios a la fidelidad.

4. En los sabios, la enseñanza de la misma torah se concreta en formas nuevas: la de las máximas en los Proverbios y en el Eclesiástico; la de una biografía ejemplar en el libro de Tobías. Más aún: el Sirácida proclama explícitamente que la sabiduría auténtica no es otra cosa que la ley (Eclo 24,33...); puso su tienda en Israel cuando fue dada la ley por Moisés (24,8...). En un judaísmo que había vuelto por fin a la fidelidad desde la prueba del exilio, los salmistas pueden, por tanto, cantar la grandeza de la ley divina (Sal 19, 8...), don supremo que Dios no ha hecho a ninguna otra nación (Sal 147,19s). Proclamando su amor para con ella (Sal 119) dejan entrever el amor para con Dios mismo, traduciendo excelentemente lo que constituye en esta época el fondo de la piedad judía.

5. En efecto, después de Esdras la comunidad de Israel sitúa definitivamente la torah en el centro de su vida. Se puede medir el fervor de esta adhesión cuando se ve a Antíoco Epífanes intentar cambiar los tiempos sagrados y la ley (Dan 7, 25; 1Mac 1,41-51). Entonces el amor a la torah produce mártires (1Mac 1,57-63; 2,29-38; 2Mac 6,18-28; 7, 2...). Desde luego, al lado de ellos hay también traidores que se helenizan; pero la sublevación macabea, suscitada por “el celo de la ley” (1Mac 2,27), restaura finalmente el orden tradicional, que en adelante no se volverá ya a discutir. El único problema que dividará entre sí a los doctores y a las sectas será el de la interpretación de esta torah en la que todos verán la única regla de vida. Mientras que los saduceos se atendrán a la torah escrita, cuyos intérpretes auténticos serán a sus ojos sólo los sacerdotes, los fariseos reconocerán la misma autoridad a la torah oral, es decir, a la tradición de los mayores, y la secta de Qumrán (probablemente esenia) acentuará todavía más el culto del legislador (es decir, de Moisés), interpretándolo según criterios propios. Esta adhesión a la ley constituye la grandeza del judaísmo. Sin embargo, implica diversos peligros. El primero consiste en poner en el mismo plano todos los preceptos, religiosos y morales, civiles y culturales, sin ordenarlos correctamente en torno a lo que debiera ser siempre su centro (Dt 6,4...). El culto a la ley, transformado en legalismo meticuloso y entregado a las sutilezas de los casuistas, carga entonces a los hombres con un yugo imposible de llevar (Mt 23,4; Hech 15,10). El segundo peligro, todavía más radical, está en fundar la justicia del hombre ante Dios no en la gracia divina, sino en la obediencia a los mandamientos y en la práctica de las buenas obras, como si el hombre fuera capaz de justificarse por sí mismo. El NT deberá atacar de frente estos dos problemas.

IV. HACIA UNA LEY NUEVA.

Ahora bien, el mismo AT testimoniaba que en los últimos tiempos, con la nueva alianza sufriría también la ley una profunda transformación. Esta torah que el Dios de Israel enseñaría a todos los pueblos sobre la montaña santa (Is 2,3), esta regla que el siervo de Yahveh traería a la tierra (Is 42,1.4) ¿no superarían en valor religioso a las que había dado Moisés? Es cierto que los oráculos proféticos no dan ninguna precisión sobre su contenido exacto: sólo Ezequiel intenta un esbozo con un espíritu de lo más tradicionalista (Ez 40-48). Pero lo que se afirma es que se modificará la relación de los hombres con la ley. No se tratará ya solamente de una ley exterior al hombre, grabada en planchas de piedra: estará escrita en el fondo de los corazones, de modo que todos tengan el conocimiento de Yahveh (Jer 31,33) que faltaba al pueblo de la antigua alianza (Os 4,2). Porque también se cambiarán los corazones, y bajo el impulso interior del Espíritu divino observarán finalmente los hombres las leyes y las prescripciones de Dios (Ez 36,26s). Tal será la nueva ley que Cristo aportará al mundo.

C. JESÚS Y LA NUEVA LEY.

1. LA ACTITUD PERSONAL DE JESÚS.

1. La actitud de Jesús frente a la antigua ley es clara, pero matizada. Si se opone con violencia a la tradición de los antiguos, cuyos promotores son los escribas y los fariseos, no hace lo mismo con la ley. Por el contrario, si recusa esta tradición es porque lleva a los hombres a violar la ley y a anular la palabra de Dios (Mc 12,28-34 p). Ahora bien, en el reino de Dios no debe ser abolida la ley, sino cumplida hasta la última jota (Mt 5,17ss), y Jesús mismo la observa (cf. 8,4). En la medida en que los escribas son fieles a Moisés se debe reconocer su autoridad, aun cuando no haya que imitar su conducta (23,2s). Y, sin embargo, Jesús, al anunciar el evangelio del reino. inaugura un régimen religioso radicalmente nuevo: la ley y los profetas han terminado con Juan Bautista (Lc 16.16 p); el vino del Evangelio no puede verterse en los viejos odres del régimen sinaítico (Mc 2, 21s p). ¿En qué consiste, pues, el cumplimiento de la ley que Jesús aporta a la tierra? Por lo pronto en una reordenación de los diversos preceptos. Ésta es muy diferente de la jerarquía de valores establecida por los escribas, que descuidan lo. principal (justicia, misericordia, buena fe) para salvar lo accesorio (Mt 23, 16-26). Además, las imperfecciones que comportaba todavía la antigua ley “a causa de la dureza de los corazones” (19,8) deben desaparecer en el reino: la regla de conducta que en él se observará es una ley de perfección, a inmitación de la perfección de Dios (5.21-48). Ideal impracticable si se compara con la condición actual del hombre (cf. 19, 10). Así pues, Jesús aporta, al mismo tiempo que esta ley, un ejemplo que arrastra y una fuerza interior que permita observarla: la fuerza del Espíritu (Hech 1,8; Jn 16,13). Finalmente, la ley del reino se resume en el doble mandamiento, ya formulado antiguamente, que prescribe al hombre amar a Dios y amar al prójimo como a sí mismo (Mc 12, 28-34 p); todo se ordena en torno a esto; todo deriva de aquí. En las relaciones de los hombres entre sí esta regla de oro de caridad positiva contiene la ley y los profetas (Mt 7,12).

2. A través de estas tomas de posición aparece ya Jesús bajo los rasgos de un legislador. Sin contradecir en modo alguno a Moisés, lo explica, lo prolonga, perfecciona sus enseñanzas; así, cuando proclama la superioridad del hombre sobre el sábado (Mc 2,23-27 p; cf. Jn 5,18; 7.21ss). Se da, sin embargo, también el caso de que rebasando la letra de los textos oponga normas nuevas; por ejemplo, invierte las reglamentaciones del código de pureza (Mc 7, 15,23 p). Tales actitudes sorprenden a sus oyentes, pues descuellan sobre las de los escribas y revelan la conciencia de una autoridad singular (1,22 p). Ahora se esfuma Moisés; en el reino no hay ya más que un solo doctor (Mt 23,10). Los hombres deben escuchar su palabra y ponerla en práctica (7,24ss), porque así es como harán la voluntad del Padre (7,21ss). Y así como los judíos fieles, según la expresión rabínica, se cargaban con el yugo de la ley, así hay que cargarse ahora con el yugo de Cristo y seguir sus enseñanzas (11, 29). Más aún: así como hasta entonces la suerte eterna de los hombres estaba determinada por su actitud para con la ley, así lo estará en adelante por su actitud frente a Jesús (10,32s). No cabe duda de que aquí hay algo más que Moisés; la nueva ley anunciada por los profetas es ahora promulgada.

II. EL PROBLEMA EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO.

1. Jesús no había condenado la práctica de la ley judía; incluso se había conformado con ella en lo esencial, ya se tratara del impuesto del templo (Mt 17,24-27) o de la ley de la pascua (Mc 14, 12ss). Tal fue también en un principio la actitud de la comunidad apostólica, asidua al templo (Hech 2, 46), cuyos “elogios celebraban” las multitudes judías (5,13). Aún usando de ciertas libertades que autorizaba el ejemplo de Jesús (9,43), en ella se observaban las prescripciones legales y hasta se imponían prácticas de piedad supererogatorias (18,18; 21,23s), y entre los fieles no faltaban partidarios celosos de la ley (21,20).

2. Pero un nuevo problema se planteó cuando paganos incircuncisos abrazaron la fe sin pasar por el judaísmo. Pedro mismo bautizó al centurión Cornelio después que una visión divina le hubo ordenado que tuviera por puros a los que Dios ha purificado por la fe y el don del Espíritu (Hech 10). La oposición de los celadores de la ley (11,2s) cedió ante la evidencia de una intervención divina (11,4-18). Pero una conversión en masa de griegos en Antioquía (11, 20) avalada por Bernabé y Pablo (11,22-26) volvió a atizar la querella. Observantes venidos de Jerusalén, y más exactamente el contorno de Santiago (Gál 1,12), quisieron forzar a los convertidos a la observancia de la torah (Hech 15,1s.5). Pedro, de visita en la iglesia de Antioquía, trató de soslayar esta dificultad (Gál 2,11s). Sólo Pablo se levantó para afirmar la libertad de los paganos convertidos por lo que se refería a las prácticas legales (Gál 2, 14,21). En una reunión plenaria tenida en Jerusalén, Pedro y Santiago le dieron finalmente la razón (Hech 15,7-19): Tito, compañero de Pablo, no fue siquiera obligado a la circuncisión, y la única condición que se puso a la comunidad cristiana fue una limosna para la Iglesia madre (Gál 2,1-10). Se añadió una regla práctica destinada a facilitar la comunidad de mesa en las Iglesias de Siria (Hech 15,20s; 21,25). Esta decisión liberadora dejó, no obstante, subsistir en los celantes de la ley un sordo descontento frente a Pablo (cf. 21,21).

III. EL PENSAMIENTO DE SAN PABLO.

Pablo, en su apostolado en tierra pagana, no tarda en encontrarse con estos oponentes judeocristianos, particularmente en Galacia, donde han organizado una contramisión siguiendo sus huellas (Gál 1,6s; 4,17s). Esto le ofrece la ocasión de expresar su pensamiento sobre la ley.

1. Pablo es predicador del único Evangelio. Ahora bien, según éste, el hombre no es justificado sino por la fe en Jesucristo, no por las obras de la ley (Gál 2,16; Rom 3,28). El alcance de este principio es doble. Por una parte denuncia Pablo la inutilidad de las prácticas cultuales propias del judaísmo, circuncisión (Gál 6,12) y observancias (4,10); la ley así entendida se reduce a las instituciones de la antigua alianza. Por otra parte, se enfrenta Pablo con una falsa representación de la economía de la salvación, según la cual el hombre merecía su propia justificación por su observancia de la ley divina, siendo así que en realidad es justificado gratuitamente por el sacrificio de Cristo (Rom 3,21-26; 4,4s); aquí se trata incluso de los mandamientos de orden moral.

2. Una vez sentado esto cabe preguntar cuál fue la razón de ser de esta le; en el designio de la salvación. No cabe duda, en efecto, que viene de Dios; aunque dada a los hombres por intermedio de los ángeles, lo cual es ya una señal de su inferioridad (Gál 3,19), es santa y espiritual (Rom 7,12.14), es uno de los privilegios de Israel (9,4). Pero por sí misma es impotente para salvar al hombre carnal, vendido al poder del pecado (7,14). Incluso moral, no hace sino dar conocimiento del bien, pero no la fuerza para cumplirlo (7,16ss): da el conocimiento del pecado (3,20; 7,7; 1Tim. 1,8), no el poder de sustraerse a él: los judíos que la poseen y buscan su justicia (Rom 9,31) son pecadores al igual que los paganos (2,17-24; 3,1-20). En lugar de librar a los hombres del mal, se puede decir que los sume en él; los condena a una maldición, de la que sólo Cristo puede retirarlos tomándola sobre sí (Gál 3,10-14). La ley, pedagogo y tutor del pueblo de Dios en estado de infancia (3,23s; 4,1ss), le hacía desear una justicia imposible, para hacerle mejor comprender su necesidad absoluta del único salvador.

3. Una vez que ha venido este salvador, el pueblo de Dios no está ya sometido al pedagogo (Gál 3,25). Cristo, liberando al hombre del pecado (Rom 6,1-19), lo libera también de la tutela de la ley (7,1-6). Quita la contradicción interior que hacía a la conciencia humana prisionera del mal (7,14-25); así pone fin al régimen provisional: es el término de la ley (10,4), pues hace que los creyentes tengan acceso a la justicia de la fe (10,5-13). ¿Qué decir? ¿Que ahora ya no hay regla de conducta concreta para los que creen en Cristo? Nada de eso. Si es verdad que han caducado las reglas jurídicas y culturales relativas a las instituciones de Israel, subsiste el ideal moral de los mandamientos, resumido en el precepto del amor que es la consumación y la plenitud de la ley (13,8ss). Pero este mismo ideal se destaca de la antigua economía. Es transfigurado por la presencia de Cristo que lo realizó en su vida. Hecho “ley de Cristo” (Gál 6,2; cf. 1Cor 9,21), no es ya exterior al hombre: el Espíritu de Dios lo graba en nuestros corazones cuando derrama en ellos la caridad (Rom 5,5; cf. 8,14ss) Su puesta en práctica es el fruto normal del Espíritu (Gál 5,16-23). San Pablo se sitúa en esta perspectiva cuando traza un cuadro del ideal moral que se impone al cristiano. Entonces puede enumerar reglas de conducta tanto más exigentes cuanto que tienen por fin la santidad cristiana (1Tes 4,3); puede incluso entrar en la casuística, buscando luz en las palabras de Jesús (iCor 7,10). Esta ley nueva no es como la antigua. Realiza la promesa de una alianza inscrita en los corazones (2Cor 3,3).

IV. LOS OTROS ESCRITOS APOSTÓLICOS.

1. La carta a los Hebreos enfoca la ley desde el ángulo del culto, refiriéndose, desde luego, a la economía antigua. El autor conoce las ceremonias que se hacen según sus prescripciones (Heb 7,5s; 8,4; 9,19-22; 10,8). Pero sabe también que esta ley no pudo alcanzar la meta a que aspiraba, la santificación de los hombres: la ley no ha consumado nada (7,19). En efecto, sólo contenía la sombra de los bienes venideros (10,1), figura imperfecta del sacrificio de Jesús; por el contrario, la nueva economía contiene la realidad de estos bienes, puesta a nuestro alcance bajo una imagen (10,1) que los comunica traduciéndolos sensiblemente. Por eso, al mismo tiempo que el sacerdocio de Jesús sustituía a un sacerdocio provisional, se produjo un cambio de la ley (7,12). Y con esto se realizó la promesa profética de una ley inscrita en los corazones (8,10; 10,16).

2. La carta de Santiago habla de la ley sólo desde el ángulo de sus prescripciones morales, avaladas por la enseñanza de Jesús. La ley así comprendida no es un elemento de la economía antigua, ahora ya abrogada. Es la ley perfecta de libertad a la que todos estamos sometidos (Sant 1,25). Tiene por remate la regia ley del amor (2,8); pero ninguna de sus otras perscripciones debe dejarse olvidada, pues de lo contrario seríamos, como transgresores de las mismas, juzgados según ellas (2,10-13; cf. 4,11). La nueva ley no es menos exigente para el hombre que la antigua.

3. En el vocabulario de Juan la palabra ley designa siempre la ley de Moisés (Jn 1,17.45; 7,19.23), la ley de los judíos (7,49.51; 12,34; 18,31; 19,7), “vuestra ley”, como dice Jesús (8,17; 10,34). A este empleo peyorativo se opone el de la palabra “mandamiento”. Jesús mismo recibió del Padre mandamientos y los guardó, puesto que son vida eterna (12, 49s). Recibió el mandamiento de dar su vida, lo cual es el mayor amor (15,13); ahora bien, este mandamiento era la señal misma del amor del Padre para con él (Jn 10,17s). Así también los cristianos deben guardar los mandamientos de Dios (Jn 3,22). Estos mandamientos consisten en creer en Cristo (Jn 3,23) y en vivir en la verdad (2Jn 4). No son diferentes de los de Cristo mismo, cuya doctrina viene del Padre (Jn 7,16s): obedecer a los mandamientos de Dios y guardar el testimonio de Jesús es una misma cosa (Ap 12, 17; 14,12).

Así Juan pone empeño en. recordar los mandamientos personales de Jesús. Hay que guardarlos para conocerlos verdaderamente (Jn 2,3s), para tener su amor en nosotros (Jn 2,5), para permanecer en su amor (Jn 14,15; 2Jn 5), así como él guarda los mandamientos de su Padre y permanece en su amor (Jn 15,10). Guardar los mandamientos: tal es el signo del amor verdadero (Jn 14, 21; Un 5,2s; 2Jn 6). Entre estos mandamientos hay uno que es el mandamiento por excelencia, antiguo y nuevo al mismo tiempo: es el mandamiento del amor fraterno (Jn 13,14; 15,12; Jn 2,7s), que fluye del amor de Dios (Jn 4,21). De esta manera el testimonio de Juan converge con el de Pablo y con el de los otros evangelistas. Con la abrogación de la ley, caducada desde que Jesús fue condenado según sus prescripciones (Jn 18,31; 19,7), ha nacido una nueva ley, que es de otra naturaleza y que enlaza con la palabra de Jesús. Esta ley es para siempre la regla de la vida cristiana.

PIERRE GRELOT