VOCABULARIO DE TEOLOGÍA BÍBLICA

Xavier Leon Dufour

Versión de ALEJANDRO ESTEBAN LATOR ROS, de la obra,
dirigida por XAVIER LÉON-DUFOUR, Vocabulaire de théologie biblique,
quinta edición revisada y ampliada, Les Éditions du Cerf, París 1970

Prólogo

La edición del Missel biblique iba acompañada de un breve Voca bulaire biblique redactado ya en 1945 por el padre XAVIER LÉON DUFOUR. La preparación de este léxico hizo comprender al autor la necesidad de una obra más trabajada que sirviera de guía al clero y a los fieles en la lectura de la Biblia, les proporcionara una mejor inteligencia de la palabra de Dios y les permitiera anunciarla mejor a sus hermanos. En ella se presentarían sobre una base técnica y en forma más asimilable los principales temas teológicos. La empresa era difícil, dada esta doble ambición, a la vez científica y pastoral. Sólo en enero de 1958 se la pudo concebir en forma seria con ocasión de una reunión de los exegetas de la región lionesa. Entretanto se habían publicado obras análogas, tanto protestantes como católicas. Sin embargo, pareció que ninguna de ellas respondía exactamente al programa mencionado: un conjunto de síntesis al servicio de la pastoral. Por consiguiente, se puso manos a la obra.

El comité que había asumido esta responsabilidad hizo un llamamiento a los profesores de Sagrada Escritura de lengua francesa. Como consecuencia se repartieron los artículos entre setenta colaboradores. Éstos consintieron en trabajar en una obra que no había de ser una mera colección de monografías, sino verdaderamente una obra común. A lo largo de la redacción hubo continuos cambios de ideas entre ellos y los miembros del comité. Antes de entregarse a la imprenta, los artículos fueron objeto de revisiones que condujeron a diversas modificaciones, a veces a profundas refundiciones. Las firmas dobles que siguen a la tercera parte de ellas son indicio visible de esta estrecha colaboración impuesta por la opción inicial que había fijado el objetivo. La coordinación de todo el trabajo ha estado a cargo del padre Xavier Léon-Dufour, secretario del comité. Asistido sobre todo por el reverendo M. Pierre Grelot, ha efectuado la última revisión y procurado la coherencia final de la obra. En atención al bien común de la obra entraron los colaboradores por este camino difícil, consintiendo en someter a discusión tal o cual resultado de sus investigaciones, en modificar tal o cual perspectiva propia y hasta en renunciar a modos personales de ver. Por ello les estamos profundamente agradecidos. La obra es, por tanto, en realidad fruto de un trabajo en equipo, con todo lo que supone de común inteligencia y de abnegación con el fin de producir una obra de Iglesia.

A la lista de los colaboradores habría que añadir la de aquellos que nos han ayudado con sus consejos, en el orden religioso o pastoral, en el redondeamiento literario de los artículos o en la verificación de las citas, así como en la corrección de pruebas. Sólo evocaremos el recuerdo de dos ya desaparecidos, el padre Víctor Fontoynont, S. 1., que fue el primer inspirador de la obra, y el señor canónigo Albert Gelin, P.S.S., que fue uno de los primeros miembros de nuestro comité.

Esta obra se ha concebido en una perspectiva de teología bíblica. Su título justifica la elección de las palabras tomadas como lemas de los artículos, así como la manera como han sido tratados éstos. Hemos descartado todo lo que pudiera dar a la obra un tenor de enciclopedia. El lector no hallará aquí artículos de tipo arqueológico (nombres de lugares, de personas, etc.) o puramente histórico (fechas de los libros, detalles de las instituciones, etc.) ni exposiciones generales sobre la exégesis (cuestiones de método, teorías críticas, etc.). No obstante, se han señalado de paso informes de este género en la medida en que podían contribuir a la inteligencia teológica de la Biblia. Algunos datos indispensables se han añadido también en la segunda parte de la Introducción: se sitúa a cada uno de los libros sagrados en el tiempo y en el movimiento de las ideas.

Una vez despejado así el terreno, se podía dar cierta amplitud a los temas mayores de la revelación. En cuanto ha sido posible se han puesto en conexión con los datos de la historia de las religiones ; en cierto número de casos se ha indicado su prolongación litúrgica o doctrinal. Sin embargo, lo esencial consiste en el esbozo de los temas, llevado generalmente conforme al orden histórico. En efecto, el Vocabulario de teología bíblica no se cuida tanto de analizar el contenido semántico de las palabras importantes, que usa habitualmente la Sagrada Escritura, como de explorar el contenido doctrinal de temas que con frecuencia se expresan con un vocabulario variado. La base semántica se supone siempre y hasta a veces se indica sobriamente ; pero sobre todo se ha puesto empeño en guiar al lector en el enmarañamiento de las ideas que emergen de los textos, abriéndole caminos. Para responder a esta necesidad se han elegido las voces de los títulos: así no se habla del consejo de Dios, sino de su designio, para conformarse con el uso actual; los artículos relativos a la risa o al orgullo suponen una confrontación entre los datos bíblicos y la mentalidad de hoy (diversos términos hebreos o griegos convergen en nuestro término actual de orgullo), etc. Adoptar así el punto de vista del lector era exponerse a un riesgo: el de abandonar el terreno de los datos concretos de la Escritura para caer en la conferencia o en la homilía. Esperamos haberlo orillado gracias a una constante preocupación de objetividad y de rigor.

A pesar del esfuerzo de síntesis que representa el libro, sin embargo, como todo Vocabulario, conserva cierto carácter analítico. Para obviar algún tanto este inconveniente se procura en la Introducción precisar lo que constituirá el alma de la obra: una iniciación en el lenguaje de la Biblia con miras a abrir los caminos para una teología bíblica. Además, al final de cada artículo se remite al lector a otros artículos que le ayudarán a completar el tema mayor ; estas referencias se han indicado en el texto con numerosos asteriscos que recuer dan constantemente que no hay que fiarse del mero sentido común para determinar el significado y el alcance de los términos. Hemos renunciado a indicar la bibliografía relativa a cada una de las palabras: si se hubiera limitado a las publicaciones de lengua francesa, hubiera sido con frecuencia demasiado pobre y seguramente hubiera quedado pronto anticuada.

Los autores no han tratado de dar las referencias bíblicas en forma exhaustiva. A este objeto existen concordancias que son instrumentos indispensables de trabajo. Pero una objetividad de este tipo, completa-mente material, hubiese sido ilusoria dentro del plan adoptado. Ya hemos señalado que el libro aspira a ser sintético. Cierto que el exegeta se pone en guardia, con razón, contra las síntesis, ya que conoce la complejidad, así como la parsimonia de los elementos de que dispone; con frecuencia, al final de su estudio preferiría reservarse el juicio contentándose con presentar sencillamente sus análisis. Pero el lector, por su parte, no puede renunciar completamente a síntesis: pese a las precauciones tomadas, las fabricará por su cuenta agrupando a su manera materiales que debían ser objetivos. A tales síntesis, muy arriesgadas, ¿no se deben preferir las que propone modestamente el especialista? Así pues, no hemos temido arriesgarnos en este sentido a fin de evitar a los que utilicen esta obra la impresión de perderse en medio de un montón de datos dispersos, o la tentación de reunirlos en construcciones artificiales.

El tiempo dirá si el Vocabulario de teología bíblica responde a la vez a las exigencias, a menudo divergentes, del erudito y del creyente. Sus autores desearían que gracias al diálogo que puede sugerir entre el exegeta por un lado y el teólogo y el pastor de almas por otro, fuera eliminando poco a poco sus imperfecciones.

EL COMITÉ

Enero 1958.Octubre 1961.

PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

Siete años han transcurrido desde que fue lanzada esta obra, conocida ya por la sigla VTB. Su acogida ha superado todas las previsiones. Setenta mil ejemplares en lengua francesa se han propagado por todos los medios cristianos. Sin exagerar, pronto gozará de una difusión mundial, puesto que ha aparecido ya en alemán, en inglés y en americano, en croata, en castellano, en holandés y en italiano ; están en prensa las versiones portuguesa y rusa ; finalmente, están casi terminadas las traducciones en chino, japonés, polaco y vietnamita. Incluso ensayos parciales en sistema braille la ponen al alcance de los ciegos.

Se imponía una nueva edición que en la medida de lo posible tuviese en cuenta las sugerencias recibidas desde la publicación del VTB. La mayoría de los artículos han sido revisados y corregidos por sus respectivos autores. Cuarenta nuevos artículos vienen a completar la primera edición en puntos a veces de importancia: Aarón, Abel, adiós, adulterio, anatema, angustia, apariciones de Cristo, cabeza, ceniza, cisma, ciudad, codicia, conciencia, correr, decepción, derecho, herejía, Jesucristo, Josué, juramento, magia, Melquisedec, Noé, paloma, peregrinación, perfume, predestinar, Providencia, responsabilidad, sal, sepultura, sexualidad, signo, sueños, ternura, vejez, violencia, virtudes y vicios, viudas, Yahveh.

Al final de los artículos se han puesto remisiones más numerosas y más detalladas para ayudar al lector, deseoso de profundizar, a hallar sin dificultad un complemento de información sobre el tema que le interese. Para facilitar el manejo de la obra, se han insertado a lo largo del libro, conforme al orden alfabético, las voces que, sin ser objeto propio de un artículo, se pueden relacionar con alguno de ellos ; así se ha podido suprimir el índice de artículos que figuraba al final de la primera edición. Se halla, por ejemplo, sucesivamente: Aarón (artículo con sus remisiones propias), abandono y Abba (remisiones a diferentes artículos), Abel (artículo con sus remisiones propias), etc. Este trabajo ha sido realizado metódicamente durante largos meses por la Srta. Jacqueline Thevenet, bajo la responsabilidad del padre Xavier Léon-Dufour.

Cierto que el lector no hallará en estas voces diversas todas las que tienen alcance o sabor teológico, y ni siquiera todos los sinónimos de los temas tratados. En cambio, se encontrará con ciertos términos tradicionales que tienen algún apoyo en el lenguaje bíblico, tales como decálogo, depósito..., algunas voces emparentadas con los temas como camino, diablo.., algunos vocablos corrientes que podría sorprender el no verlos tratados, tales como escatología, parusía..., o finalmente las palabras que por razón de sobriedad se han agrupado bajo un solo título, como curación, mal, tentación. Las más de las veces, puntualizaciones sobre el artículo en cuestión orientan al lector en el con-junto de un lema, aunque sin restringir por ello su curiosidad.

Al final del volumen se añade un índice propuesto por el padre Marc-Francois Lacan, con objeto de ayudar a agrupar los temas dispersos en el VTB según el orden alfabético. Este índice va acompañado de una nota que justifica su composición y sugiere el modo de utilizarlo.

En un principio habíamos pensado ofrecer a los lectores de la primera edición un cuaderno que les ahorrase el gasto de adquirir este nuevo volumen. Sin embargo, hemos debido renunciar a ello en interés de los mismos lectores. En efecto, las transformaciones de los textos son tan numerosas y están tan dispersas, que no habría sido posible reproducirlas en el cuaderno en cuestión ; por otro lado, las subdivisiones se han modificado hasta tal punto que habría sido difícil utilizar las remisiones basándose en la primera edición. Nos ha parecido, por tanto, más leal no obligar al lector a hacer una operación provisional y poco útil.

Estamos convencidos de que esta nueva edición no es perfecta ni definitiva ; esperamos, sin embargo, que represente un progreso apreciable en comparación con la precedente y deseamos que su carrera sea no menos extensa y fecunda.

EL COMITÉ Septiembre de 1968.

TRANSCRIPCIÓN DEL ALFABETO HEBREO

El alfabeto hebreo se transcribe en la forma siguiente: ', b, g, d, h, w, z, h,

t, y, k, 1, nI, n, s, `, pl f, s, y, r, s, s, t.

INTRODUCCIÓN

I. TEOLOGÍA BÍBLICA Y VOCABULARIO

En los primeros proyectos de esta obra no se había pensado para su título en la palabra teología ; sólo se planeaba un vocabulario bíblico, en cuyos artículos se destacara el alcance doctrinal y espiritual de las voces bíblicas. Pero al elaborar estos artículos no tardó en imponerse una evidencia: existe profunda unidad en el lenguaje de la Biblia ; a través de la diversidad de épocas, de ambientes, de aconte cimientos, se revela una verdadera comunidad de espíritu y de expre sión entre todos los autores sagrados. La unidad de la Biblia, dato esencial de la fe, se verifica, por tanto, al nivel concreto del lenguaje ; al mismo tiempo aparece claramente que esta unidad- es de esencia teológica. Así es como nació el título definitivo: , Vocabulario de teo logía bíblica.

1. TEOLOGÍA BÍBLICA.

La Sagrada Escritura es palabra de Dios al hombre ; la teología quiere ser palabra del hombre sobre Dios. Cuando la teología limita su estudio al contenido inmediato de los libros inspirados tratando de escuchar su voz, de penetrarse de su lenguaje, en una palabra, de ha cerse eco directo de la palabra de Dios, entonces es bíblica en el sen tido estricto del término.

Puede ponerse a la escucha en diferentes .puntos de la Biblia, reco ger las síntesis, más o menos elaboradas, más o menos conscientes, que marcan los principales momentos en el desarrollo de la revelación. La historia ya vista y la historia deuteronomista, la tradición sacerdotal y la tradición sapiencia], los evangelios sinópticos, la doctrina paulina y la de la epístola a los Hebreos,_el cuadro apocalíptico de Juan y el cuarto evangelio, son otras tantas teologías que pueden exponerse como tales. Pero se puede también, desde un punto de vista más vasto, con siderar la Biblia como un todo ; se puede intentar captar la continuidad orgánica y la coherencia inteligible que aseguran la unidad profunda de estas diversas teologías: tal es la teología bíblica.

1. Principios de unidad. Sólo la fe establece con certeza la unidad de la Biblia y reconoce sus fronteras. ¿Por qué ciertos dichos de sabi duría popular han entrado en la colección canónica de los proverbios, mientras quedaban excluidos del canon libros de gran valor religioso emparentados con los más bellos escritos canónicos, como las parábo las de Henoc o los salmos de Salomón? Sólo la fe proporciona aquí el criterio ; la fe es la que transforma en un todo orgánico los diversos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento ; la fe se presupone, incluso por el que no la comparta, en el punto de partida de la teología bíblica.

La unidad de la Biblia no es cosa libresca. Le viene de aquel que se halla en su centro. Los libros del canon judío no son para el cris tiano más que el Antiguo Testamento ; anuncian y preparan al que vino y los cumplió: Jesucristo. Los del Nuevo Testamento, enteramente dependientes de la aparición de Cristo en la historia, están orien tados hacia su retorno al final de los tiempos. El AT es Jesucristo preparado y prefigurado ; el NT es Jesucristo que ha venido y que viene. Verdad fundamental, cuya fórmula definitiva la dio Jesús mis mo: «Yo no he venido para abolir la ley y los profetas, sino para cumplirlos.» Los Padres de la Iglesia no se cansan de reflexionar sobre este principio fundamental y de buscar en la Biblia misma sus imá genes más expresivas, comparando, por ejemplo, el NT con el vino en que se transformó el agua del AT. Las noticias del Vocabulario ponen empeño en acoplarse a este movimiento profundo del pensamiento cristiano, que pasa de las figuras a su cumplimiento cuando aparece la novedad del evangelio. Las consecuencias de tal principio son múl tiples. Una teología bíblica no puede, por ejemplo, aislar la enseñanza del Génesis sobre el matrimonio de la de Jesús y de Pablo sobre la virginidad ; el prototipo de la humanidad no es el antiguo Adán, ni precisamente en él son hermanos los hombres, sino en el nuevo Adán, Jesucristo.

Finalmente, la unidad de la Biblia no es la de un centro que po lariza todas las experiencias de los hombres y orienta su historia ; es la de una vida presente en todas partes, de un espíritu constantemente activo. La teología bíblica no es sino un eco de la palabra de Dios, tal como fue recibida por un pueblo en los diferentes estadios de su existencia hasta convertirse en la substancia misma de su pen samiento. Ahora bien, esta palabra, antes de ser una enseñanza, es un acontecimiento y una llamada: es Dios mismo que vino a hablar a su pueblo, Dios que viene constantemente, Dios que vendrá en su día a restaurar todas las cosas y a coronar su designio de salvación en Cristo Jesús. Este acontecimiento, en el que se traba una relación íntima entre Dios y los hombres, los autores bíblicos lo caracterizan por medio de designaciones diversas: alianza, elección, presencia de Dios, etc. Pero esto es secundario ; el reconocer tal acontecimiento origina en todos ellos una especie de afinidad mental, una misma estructura de pensamiento y de fe. Ésta resulta perceptible, por ejem plo, cuando los escritores sagrados reaccionan ante materiales que les proporcionan las culturas y las religiones vecinas ; si los asumen puri ficándolos, lo hacen siempre para ponerlos al servicio de la única re velación, según procedimientos diversos, pero con el mismo espíritu. Ora se trate de las imágenes procedentes del mito babilónico de la creación, de las tradiciones mesopotámicas del diluvio, del simbolismo de la tormenta suministrada por la mitología cananea, de las concep ciones persas de la angelología, o del folklore que introduce en escena a sátiros y bestias maléficas: todo esto es filtrado y, en cierto modo, creado de nuevo en función de la fe en el Dios creador, cuyo designio salvífico se desarrolla en nuestra historia. Esta unidad de espíritu que a todo lo largo de la Biblia anima las tradiciones y las concepciones religio sas, hace posible una teología bíblica, es decir, una inteligencia sintética de la única palabra de Dios en todas sus formas.

2. Luz sobre el universo y sobre Dios. La unidad de la Biblia es sencilla como Dios y vasta como su creación: sólo Dios puede abar carla con una sencilla mirada. Nuestra obra, al calificarse de teológica, presupone la unidad de la obra divina y la síntesis de la mirada divina. Al presentar esta síntesis en la forma analítica de un vocabulario no quiere quitar al lector los ánimos para tratar de comprender la unidad de la Biblia, sino únicamente quiere evitar imponerle una siste matización abstracta, necesariamente arbitraria en algún sentido. Esto sentado, se invita al lector a circular de una noticia a otra, a compa rarlas y a agruparlas, para extraer de estas comparaciones una inte ligencia auténtica de la fe.

Por lo demás, esta manera de obrar pertenece a los procedimientos fundamentales de la Biblia. Tomando sucesivamente las perspectivas de los libros de Samuel y de los Paralipómenos, se adquiere un cono-cimiento más matizado de David en su tiempo y en la memoria de Israel ; igualmente, el misterio de Jesús se profundiza cuando se aborda a través de las perspectivas variadas de los cuatro evangelistas. Así el Vocabulario ayuda a entender mejor el misterio de la alianza, ya que lo aborda a través de sus diversas expresiones en el tiempo: pueblo de Dios, reino, Iglesia ; a través de sus figuras de primera fila: Abra harn, Moisés, David, Elías, Juan Bautista, Pedro o María ; a tra vés de sus instituciones: el arca, el altar, el templo, la ley; a través de sus mantenedores: los profetas, los sacerdotes, los apóstoles ; a través de su realización a pesar de sus enemigos: el mundo, el anti cristo, Satán, la bestia. Asimismo el hombre en oración aparece en sus diversas actitudes: la adoración, la alabanza, el silencio, la pos tración de rodillas, la acción de gracias, la bendición: otras tantas reacciones del hombre frente al Dios que viene.

Hay que ir más lejos y discernir —como es sin duda el quehacer de la teología — la presencia de Dios en todo lugar y en todo tiempo. Porque la personalidad de Yahveh, el Señor de la historia, repercute en toda su obra. Desde luego importa situar en su debido lugar ciertas nociones antropológicas utilizadas por la Biblia que provienen de un ambiente cultural determinado y no tiene sino valor relativo, sujeto a la crítica racional: así la concepción sintética del hombre, no ya compuesto humano divisible en partes, el alma y el cuerpo, sino, ser personal que se expresa enteramente en sus diversos aspectos, espíritu, alma, cuerpo, carne. Estos puntos de vista, que no debernos ignorar, resultan secundarios, en cuanto que atañen al mero estudio del hombre. La Biblia no analiza por sí misma a este microcosmos que era la admiración de los filósofos griegos: «la Biblia, teológica, no mira al hombre sino frente a Dios, cuya imagen es», a través de Cristo, restau rador de esta imagen.

Así también, a partir de los acontecimientos, de las instituciones y de los personajes de que habla la Biblia, se ve perfilarse una teología de la historia, una inteligencia de los caminos por los que Dios realiza su obra. Para comprender este aspecto de la doctrina conviene saber que a los ojos de los semitas no es el tiempo un marco vacío que vienen a rellenar los gestos de los hombres ; para ellos los siglos están constituidos por generaciones, palpitantes con la vida del Creador. Pero una vez reconocida esta representación como suministrada por la cul tura del medio ambiente bíblico, hay que ver las diferencias y compren der lo que tiene de específico la concepción bíblica del tiempo. Con trariamente a lo que sucede en las mitologías colindantes, el tiempo no se concibe como la repetición en nuestro mundo, del tiempo pri mordial de los dioses. Si en el culto adopta la revelación el ciclo de los tiempos festivos consagrados por el uso, les da un sentido nuevo situándolos entre dos términos únicos: el comienzo y el fin de la historia de los hombres, la creación y el día del Señor. Así pues, tam bién esta historia seguirá un ritmo de años, de semanas, de días, de horas; pero todos estos elementos de nuestro calendario se sustraen a la esterilidad de la repetición por la presencia del Señor, por la me moria de su venida entre nosotros, por la esperanza de su retorno. En función de tal fin, el combate de las dos ciudades, Jerusalén y Ba bilonia, enfrentamiento del bien y del mal, lucha contra el enemigo, no es ya una guerra catastrófica, sino el preludio de una paz sin fin, garantizada por la existencia de la Iglesia en la que vive el Espíritu.

A través de sus actos descubre Dios finalmente su propio corazón y -revela el hombre al hombre mismo. Si el hombre debe hablar de ira y de odio a propósito de Dios que condena el pecado, aprende también a reconocer, aun en los castigos que sufre, el amor que educa y quiere dar la vida. Así el hombre trata de modelar su comporta-miento conforme al que descubre en Dios. Mansedumbre, humildad, obediencia, paciencia, sencillez, misericordia, pero también fuerza y coraje: todas estas virtudes adquieren su significado auténtico y su consistencia eficaz por la presencia viva de Dios y de su Hijo Jesu cristo en el poder del Espíritu Santo. Así también las situaciones hu manas adquirirán en teología bíblica la plenitud de su sentido: gozo y sufrimiento, consolación y tristeza, triunfo pacífico y persecución, vida y muerte, todo debe situarse en el designio salvífico que nos revela la palabra de Dios: todo adquiere entonces significado y valor en la muerte y en la resurrección de Jesucristo Nuestro Señor.

II.  VOCABULARIO.

La estructura mental y religiosa que domina todo el contenido inteligi ble de la Biblia llega hasta a modelarle una común expresión verbal. Cierto que las palabras varían con el transcurso del tiempo, lo mismo en los libros de la Biblia que en los de los hombres ; pero la marca de la inspiración es tal que afecta, aun más allá de las ideas, a las palabras mismas que las expresan. Se ha podido reconocer una koiné evangé lica, es decir, una lengua común, en que se expresa la nueva revelación ; ahora' bien, esta koiné tiene estrecha dependencia con la lengua de los Setenta, versión griega de la Biblia ; ésta, a su vez, traduce y adapta el texto hebraico del AT. ¿No significa tal continuidad que, por lo menos para las concepciones propiamente teológicas, existe un verda dero lenguaje técnico? El hecho por sí sólo justificaría la forma de vocabulario dada a nuestros esbozos de teología bíblica. No se trata aquí de pura semántica, sino de lenguaje expresivo, tejido de imágenes y de símbolos. Ciertamente, para muchos de nuestros contemporáneos se plantea la cuestión del valor que este lenguaje siga teniendo para nosotros, que vivimos en otro universo mental. ¿Se debe anunciar en nuestros días el misterio del cielo con las mismas imágenes que utilizó el AT, las del paraíso y de las esferas celestes superpuestas, las del banquete y de las bodas? ¿Se puede hablar de la ira de Dios? ¿Qué significa la «subida» de Jesús al cielo y el estar sentado «a la diestra de Dios»? La conformidad, bastante fácil de obtener acerca del con-tenido de la teología bíblica, ¿no se romperá cuando se quiera precisar el modo de expresión de esta teología? ¿No hay que desmitizar el lenguaje para llegar a la esencia de la revelación? ¿No prolongamos una ilusión nefasta ligando vocabulario y teología? Sin pretender re solver aquí el problema general de la desmitización del lenguaje, qui siéramos indicar solamente, a dos grados de profundidad, en qué sentido el lenguaje es mediador de la verdad.

1. Imágenes y lenguaje. El espíritu humano, enfrentándose con la revelación divina, reacciona con dos movimientos inversos. Por una parte, tiende a describir lo más sencillamente posible el acontecimiento revelador ; por otra parte, tiende a expresar en fórmulas cada vez más precisas el contenido dogmático de la revelación. Estas dos relaciones, la descripción existencial del acontecimiento y la fórmula esencial de su contenido inteligible, están una y otra condicionadas por el ambiente cultural en que nacen, y están expuestas a deformaciones. Pero el riesgo que se corre es diferente en los dos casos: la descripción del aconte cimiento podría reducirse a una mera relación literal, vaciada de todo significado divino y que vaciara a la fe de toda adhesión espiritual ; la fórmula doctrinal, despojándose del acontecimiento que le dio origen, degradaría el misterio convirtiéndolo en especulación abstracta. El len-guaje de la revelación supone este doble modo de expresión, la formu lación abstracta y la descripción con imágenes. Sin embargo, aun cuando a veces usa fórmulas, por ejemplo, credos cultuales (Dt) o definiciones de la fe (Heb), más generalmente se presenta como una descripción existencial que evoca con una forma figurada el misterio de la alianza, tal como lo vive el pueblo de Dios. El primero de los problemas no está en desmitizar el lenguaje para ajustar su contenido a la medida de los espíritus modernos, sino en hallar las vías de acceso por las que se llegue a una sana inteligencia del mismo.

Al nivel inferior de la expresión se halla la simple metáfora ; así. Isaías describe el árbol que palpita bajo el viento... En sí, la metáfora, si bien puede enriquecer el vocabulario de la revelación, no la puede traducir inmediatamente. Aislada de la experiencia original que la ocasionó, transponible a voluntad, con más o menos acierto según el gusto y la imaginación del que la utiliza, la metáfora no es en la expresión de la revelación más que una vestidura intercambiable. Sin embargo, en el lenguaje bíblico ocupa esta vestidura un puesto, que difícilmente podemos nosotros imaginarnos. Es que para el semita la metáfora conserva, a través de la imagen original, una fuerza de su-gestión siempre viva. ¿Quién de nosotros, al hablar del «talento» de una persona, piensa todavía hoy en la antigua moneda griega, indicada por aquella expresión? Por el contrario, para un semita el kabod, la gloria, aun adquiriendo, poco a poco, un sentido de esplendor irra diante, conserva todavía un trasfondo de pesantez y de riqueza, que hace que Pablo hable del «peso de gloria» reservado a los elegidos en el cielo.

Al lado de esta permanencia de la imagen, ligada a un fenómeno cultural, existe una vida de esta imagen, vida animada por el espíritu que mantiene su verdadero sentido a través de la diversidad de las expresiones. Este fenómeno es visible en particular en la traducción de los Setenta. Unas veces retiene ésta una palabra griega de sentido netamente diferente para verter en él la plenitud de significado del vocablo hebreo ; así expresa el kabod hebraico por el griego doxa que, contrariamente a una realidad de peso, significa una opinión, la fama alada. Otras veces evita una palabra de resonancia cultual que aca rrearía confusión ; así, para traducir beraka, la bendición, escoge, más bien que euphemia, la palabra eulogia, que si bien no expresa más que la primera el matiz de acción de la beraka, tiene la ventaja de ser neutra, disponible. Finalmente, otras veces precisa por medio de la palabra griega el sentido ambiguo del hebreo. La diatheke designaba en griego «el acto por el que alguien dispone de sus bienes (testamento) o declara las disposiciones que entiende imponer». Los Setenta, al tra ducir así el término hebreo berit, que significa propiamente pacto, contrato, ponen de relieve «la transcendencia de Dios y la condescen dencia que da origen al pueblo de Israel y a su ley». Tal dominio de la lengua muestra así que la palabra importa menos que el espíritu que la utiliza y que con ella se abre su propio camino. Pero este do minio es también una confesión de impotencia: ningún lenguaje hu mano sabría dar cuenta de la experiencia de Dios ; éste se halla nece sariamente más allá de las imágenes y de las metáforas. El lenguaje de la Biblia, conservando las imágenes, aun conociendo sus límites, tiene la ventaja de ser un modo de expresión concreto, enraizado en la experiencia humana, y de significar a través de las imágenes mismas materiales, realidades de orden espiritual. Así las primeras imágenes de la bienaventuranza o de la retribución evocan siempre una feli cidad terrena de la que el hombre participa en cuerpo y alma. Cuando la 'experiencia de Israel se hace más espiritual, estas imágenes, en lugar de desaparecer, subsisten, menos como expresiones directas de la experiencia de felicidad que aguarda al hombre que como símbolos de una esperanza más alta, de una espera de Dios, imposible de tra ducir con palabras propias. En este estadio la imagen y la metáfora vienen a ser los soportes normales de la revelación ; sin tener por sí mismas valor revelante, sino en virtud de su historia en la lengua, de las asociaciones mentales que evocan, de las reacciones que suscitan, se convierten en mediadores de la palabra divina. No es posible des-cuidarlos sin más.

2. El símbolo y la experiencia. A diferencia de la metáfora, indi ferentemente transponible en todos los ámbitos de la expresión, el símbolo bíblico se mantiene en relación constante con la revelación que le dio origen. Las noticias del vocabulario tratan de mostrar cómo los elementos del mundo, los acontecimientos vividos por el pueblo, las costumbres mismas, se convierten en el punto de partida del diálogo que se entabla entre Dios y el hombre, porque son eco de la palabra dirigida por Dios al hombre, sea en la creación, sea en la historia.

Así, «la Biblia no conoce dos tipos de cielos, uno material y otro espiritual. Pero en el cielo visible descubre el misterio de Dios y de su obra». Ciertamente, el primer cielo y la primera tierra habrán de desaparecer ; pero, en tanto subsisten, el cielo y la impresión que pro-duce al hombre son indispensables para expresar a la vez la transcen dencia y la proximidad del Dios de los cielos, o para decir que Jesús fue glorificado al subir a los cielos. En la mitología babilónica el mar indómito y terrible personificaba a los poderes caóticos del desorden. reducidos a la impotencia por el dios Marduk ; en la Biblia no es ya sino una criatura sumisa, pero conserva los rasgos de los poderes ad-versos que Dios debe vencer para hacer que prospere su designio ; en este sentido evoca el poder de la muerte que amenaza al hombre. Lo mismo se puede decir de la mayoría de las realidades cósmicas, la tierra, los astros, la luz, el día, la noche, el agua. el fuego, el viento, la tormenta, la sombra, la piedra, la roca, la montaña, el desierto... acordes siempre inmediatamente con la soberanía de Dios creador, tienen su pleno valor de símbolos en la revelación.

Sin embargo, el verdadero criterio del símbolo bíblico es su relación con los acontecimientos de salvación. Así la noche es un símbolo común a la mayoría de las religiones, «realidad ambivalente, temerosa como la muerte e indispensable como el tiempo del nacimiento de los mundos». La Biblia conoce este simbolismo, pero no se contenta con él ; lo asume en una perspectiva histórica, única que le da su signifi cado propio. La noche pascual es para ella la experiencia central en que Israel comprendió el sentido misterioso de la noche. Entre otros muchos símbolos (como los de la nube o del día...) fijémonos aquí en el del desierto. El pueblo hubo de pasar por las regiones desoladas del Sinaí ; pero esto no confirió al desierto un valor en sí mismo, ni consagró una especie de mística de la fuga al desierto. Cierto que la actitud de Cristo y la enseñanza del NT muestran que el cristiano vive todavía a su manera en el desierto ; pero esta representación está ahora ya ligada no con su comportamiento exterior, sino con su vida sacramental. Sin embargo, el símbolo del desierto no queda por eso restringido, siendo todavía indispensable para expresar el auténtico tenor de la vida cristiana.

Los acontecimientos vividos por el pueblo de Dios no son, pues, al utilizarse en el lenguaje de la revelación, simples metáforas que podrían ahora abandonarse después de haber servido de trampolín, sino que siguen conservando su valor de mediación. Así el cristiano, con referencia a la cautividad en Egipto o al exilio en Babilonia realiza su situación de pecador rescatada de la esclavitud ; los bautizados son personas salvadas del diluvio; circuncidadas espiritualmente, son judíos según el espíritu ; finalmente, están crucificados al mundo y a sus concupiscencias ; se alimentan del verdadero maná, son verda deros hijos de Abraham. La historia se ha incorporado en cierto modo en forma de símbolos al lenguaje de la revelación ; y por esto el len-guaje simbólico remite a su vez a la historia de la que procede.

Finalmente, los mismos comportamientos humanos tienen lugar en este lenguaje desde el momento que el Hijo de Dios los hizo suyos. Los gestos del agricultor, desde la siembra hasta la recolección, des-criben la historia del reino de Dios. Los gestos del hombre, su alimen tación, su trabajo, su reposo, su sueño, evocan las realidades del mundo de Dios. Los desposorios, la maternidad, el nacimiento, la enfermedad, la muerte son otros tantos puntos de partida que ayudan al espíritu humano a acercarse a los misterios invisibles. El símbolo es el camino privilegiado para expresar el encuentro del hombre con Dios, que viene a él ; y una vez que ha conducido al hombre al misterio, se absorbe con él en el silencio.

lll. EL VERBO HECHO CARNE.

Ahora bien, el Hijo de Dios vino a morar entre nosotros, confiriendo al lenguaje simbólico de la revelación su justificación última e integral.

El Verbo hecho carne es por sí solo la revelación en acto. Realiza la fusión perfecta de la palabra y de la acción: cada una de sus pala bras es acto, cada uno de sus gestos nos habla y nos llama. Según el dicho de san Agustín, «puesto que Cristo es en persona el Verbo de Dios, las acciones mismas del Verbo son para nosotros palabra (etiam factum Verbi, verbum nobis est)». En él adquieren sentido las más humildes realidades terrestres como los acontecimientos glorio sos de la historia de los padres. Al cumplirlos revela su verdadero significado. Por un camino inverso al que sigue la imaginación del hombre cuando transforma las realidades en metáforas, Jesucristo hace aparecer el valor figurativo de todas las realidades que le pre ceden y que lo anuncian. Las realidades de esta tierra aparecen así como símbolos de esa única realidad que es el Verbo hecho carne. Ni el pan ni el agua, ni el camino ni la puerta, ni la vida humana ni la luz son «realidades» permanentes, que tengan vida definitiva ; su razón de ser esencial está en hablarnos simbólicamente de Jesucristo.

XLD

I. HISTORIA LITERARIA DE LA BIBLIA

Un vocabulario de teología bíblica no tiene por qué presentar a los lectores los problemas críticos que plantean los libros sagrados. Sin embargo, no debe ignorarlos. Tratando de captar los temas doctrinales de la Escritura en su desarrollo histórico para seguir así paso a paso la pedagogía misma de Dios, no puede contentarse con reunir textos y referencias en un orden puramente lógico. Cada texto inspirado tiene un contexto vivo del que no se lo puede separar impunemente, puesto que el crecimiento de la revelación se verificó al ritmo de la historia. Todo lo que nos capacita para comprender mejor el desarrollo litera rio de la Biblia nos permite por el mismo caso percibir mejor los caminos de Dios. Porque Dios habló a nuestros padres «repetidas veces y de muchas maneras» antes de hablarnos finalmente por su Hijo (Heb 1,1s). Importa conocer estas «repetidas veces» y estas «maneras» si queremos apreciar correctamente el contenido de su palabra. Por esto, antes de abordar las noticias analíticas dedicadas a los diferentes temas conven drá recordar en un esbozo sintético el modo como se formó la colec ción de los libros sagrados.

EL ANTIGUO TESTAMENTO.

No es fácil seguir la historia literaria del AT. En nuestras Biblias actuales los libros están agrupados lógicamente en grandes categorías, sin atender a la fecha de su composición. En gran número de casos la fecha misma es ya un problema a los ojos de los críticos y sólo se pueden proponer hipótesis probables. Dejar dé' lado estas hipótesis sería una solución perezosa y, por lo demás, imposible de mantener. Pero en medio de las hipótesis hay que saber elegir. Todas las que han sido propuestas por los críticos desde hace cien años no son igual-mente compatibles con el estudio teológico de la Biblia. Algunas de ellas suponen una concepción de la evolución religiosa de Israel que deriva de postulados racionalistas y que no impone en modo alguno el estudio objetivo de los textos. En otros casos hay que distinguir bien entre observaciones críticas perfectamente objetivas y la explota ción tendenciosa de las mismas que algunos han tratado de hacer. Al abordar tales cuestiones no está el creyente en situación de infe rioridad. Leyendo la Biblia «desde dentro», fundamentalmente en ar monía con el espíritu de su testimonio, sabe que el desarrollo de las ideás religiosas en el pueblo de Dios, si bien pudo sufrir la presión de los diversos factores históricos, estuvo regido ante todo por la palabra de Dios, que le sirvió siempre de norma. Esto no impide que los libros sagrados hayan tenido su historia, con frecuencia compleja. En la representación esquemática legada a la Iglesia, por el judaísmo antiguo, el Pentateuco entero era considerado como composición lite raria de Moisés: los Salmos procedían todos de .David ; los libros sa pienciales, de Salomón ; los 66 capítulos de Isaías, todos del profeta del siglo vol. Ahora sabemos que era esto una simplificación de las cosas que no puede ya satisfacernos. Debemos, sí, reconocer lo que había de justo en estas concepciones tradicionales ; en cuanto a lo demás, debemos superarlas. De este modo enriquecemos considerable-mente nuestro conocimiento concreto de los textos, pues no sólo res tituimos cada uno de ellos a su marco histórico real, sino que además hacemos aparecer en ellos nexos que de otra manera serían indis cernibles.

I. EN LOS ORÍGENES DE LA LITERATURA SAGRADA.

La literatura bíblica tiene sus raíces en la tradición oral. Importa notar este hecho, pues esta literatura, en su forma escrita, no pudo tomar cuerpo sino a partir de una época relativamente tardía, después de la instauración de la monarquía davídica. Todas las épocas anteriores — las de los patriarcas, de Moisés, de la implantación de Israel en Canáan, de los Jueces y de la realeza de Saúl — pertenecen a la era de la tradición oral. Esto no quiere decir que no hubiera en tonces documentos escritos u obras literarias con formas bien definidas. Se conviene, por ejemplo, en reconocer la antigüedad de documentos legislativos como el Código de la alianza (Éx 20,22-23,33) y el Decálogo (Ex 20 y Dt 5), de poemas como el canto de Débora (Jue 5) o el apó logo de Jotán (Jue 9,7-15). Pero en torno a estas piezas antiguas que conservaron los escribas israelitas, la tradición oral era el medio esen cial de transmitir a través de las edades los recuerdos, las costumbres, los ritos, la fe de los tiempos antiguos. Durante varios siglos el pueblo de Dios vivió, pues, de este tesoro legado por sus antepasados, que, por lo demás, se enriquecía con cada generación, sin que todavía revis tiera su forma literaria definitiva. El testimonio religioso de los patriar cas, de Moisés, de los antiguos enviados de Dios, se conservaba así fielmente en forma viva ; pero nos es imposible captarlo tan directa-mente como el testimonio de Isaías o de Jeremías.

Una vez que David y sobre todo Salomón hubieron dado a los es-cribas una posición oficial en la administración del reino, llegó la hora en que todos estos materiales de tradición pudieron cristalizar en vastos conjuntos al mismo tiempo que nacía la historiografía. Sus compiladores, notémoslo bien, no se preocupaban únicamente de poner por escrito el legado cultural de los siglos pasados y de registrar los orígenes de la nación israelita. La literatura de Israel nació a la sombra del santuario ; desde los comienzos tuvo por objetivo esencial el de alimentar la fe del pueblo de Dios ; en cuanto historiografía se aplicó a evocar la historia sagrada. Aun cuando el análisis del Pentateuco es parcialmente hipotético, se discierne la mano de un redactor, o de un grupo de redactores, que se denomina convencionalmente el Yah vista, en una primera colección de tradiciones que debía describir esta historia sagrada desde los orígenes hasta la instalación de Israel en Canaán. Su espíritu y sus preocupaciones se descubren en diversos relatos de Josué y de los Jueces, en una de las versiones del reinado de Saúl que se ha conservado en el primer libro de Samuel (por ejemplo, ISa 9,1-10,16), en la historia de David y de su sucesión (2Sa 2 - IRe 2). Este corpus pudo tomar forma en Jerusalén ya en el siglo x, aun cuando hay todavía que contar con acrecentamientos posibles durante el siglo siguiente. Cuando se utilizan los elementos de este conjunto abigarrado no hay que olvidar que encierra un tes timonio doble: el de las edades antiguas, cuyo legado lo recogieron los escribas con la preocupación esencial de transmitirlo fielmente, y el de estos mismos escribas que no pudieron elaborar su síntesis sino introduciendo en ella su propia reflexión teológica. A sus ojos la his toria del designio de Dios se desarrollaba por etapas, de las promesas patriarcales y de la alianza sinaítica a la elección decisiva del linaje davídico (2Sa 7) y del templo de Jesuralén (1 Re 8) ; el pueblo de Dios nacido de la confederación de las doce tribus había tomado la forma de una nación centralizada gobernada por el Ungido de Yahveh.

Es notable que en una época sensiblemente posterior el mismo le gado fuera explotado con un espíritu un tanto diferente por otros com piladores de tradiciones, los de la colección llamada elohísta, en los cuales se deja sentir el influjo de los primeros profetas, Elías y Eliseo. Fue verosímilmente en los santuarios del Norte (¿quizás en Siquem?) donde los escritores sagrados recogieron y fijaron por escrito estos materiales legados por la antigüedad israelita. Preocupaciones doctrina-les bastante semejantes se descubren en las biografías de Elías y de Eliseo, y en una versión de la historia de Saúl que manifiesta poca benevolencia para con la institución regia (ISa 8 ; 10,17-25 ; 12). Pos teriormente, es probable que durante el reinado de Ezequías (fines del siglo vin), tradiciones yahvistas y tradiciones elohístas fueran reunidas en una compilación cuyos materiales están actualmente repartidos en varios libros, del Génesis al primer libro de los Reyes. Esta visión esquemática del proceso que dio origen al primer conjunto de litera tura sagrada comporta en el detalle buen número de elementos vagos o inciertos. Por lo menos deja entrever por qué conductos nos llegaron los recuerdos del tiempo en que el pueblo de Dios se formó y se instaló luego en su tierra.

Al margen de las colecciones de tradiciones y los materiales legis lativos o poéticos que acarreaban hay que dejar también un lugar a la tradición viva que seguía perpetuándose. Aun sin estar codificado en textos escritos, el derecho consuetudinario y los rituales, nacidos de una tradición mosaica que se había desarrollado con el tiempo, regían la existencia de Israel. Asimismo, el lirismo cultual inaugurado en época antigua (cf. Núm 10,34-36) había acrecentado sus produccio nes desde el tiempo de David, él también poeta (cf. 2Sa 1,17-27) y hallaba en el templo de Jerusalén un ambiente propicio para su des-arrollo literario. Finalmente, en la sabiduría popular de los primeros tiempos se había injertado en la época de Salomón una sabiduría de letrados (cf. IRe 5,9-14) que aclimataba en Israel la cultura internacio nal armonizándola con la religión yahvista. Muchos elementos se re-montan a esta edad, ya en el Salterio, ya en las colecciones de Pro verbios que se pueden considerar como las más antiguas (Prov 10,1-22,16 ; 25-29). Antes de la época de los profetas escritores, están así magis tralmente representadas las diferentes corrientes entre las que se reparte la literatura inspirada. A través de ellas se descubre la actividad de los principales sectores que transmitían la tradición bíblica: los sacer dotes, depositarios de la ley y de la historiografía que constituye su marco ; los profetas, portavoces de Dios ; los escribas, maestros de sabiduría. Con todo, la revelación no está sino en su primer estadio, pero ha sentado principios doctrinales muy firmes que las edades si guientes no harán sino profundizar.

II. LA EDAD DE LOS PROFETAS.

El movimiento profético es muy antiguo en Israel. Sin embargo, antes del siglo vüi sólo poseemos un pequeño número de oráculos autén ticos (2Sa 7,1-17 ; lRe 11,17) o piezas afines (Gén 49 ; Núm 23-24 ; Dt 33). Los discípulos de Elías y de Eliseo conservaron el recuerdo de su acción, no ya la letra de sus discursos, tanto que no conocemos éstos sino a través de recensiones secundarias. Pero a partir del si glo vlii los discípulos de los profetas y a veces los profetas mismos reúnen en colecciones sus discursos, sus oráculos y` ciertos relatos bio gráficos (particularmente el de su vocación). Las alusiones históricas que encierran estos textos permiten con frecuencia fecharlos con sufi ciente precisión. Así es posible establecer la historia de esta literatura fuertemente implicada en la acción. Los profetas escritores conocidos por su nombre se escalonan del siglo vIIi al v. En el siglo vtri, en Israel, Amós y Oseas ; en Judá, Isaías y Miqueas. En el último cuarto de siglo vil, Sofonías, Nahúm (612), Habacuc y sobre todo Jeremías, cuyo ministerio se extiende de 625 hasta después de 587. En el siglo vi, Ezequiel (de 593 a 571), Ageo y Zacarías (entre 520 y 515). En el v, Malaquías (hacia 450), Abdías y probablemente Joel.

Esta árida enumeración no da, sin embargo, una idea suficiente de la complejidad de los libros proféticos. En efecto, las colecciones auténticas de que acabamos de hablar, aumentaron en el transcurso de los tiempos, gracias a la aportación de discípulos, de comentadores, de glosadores inspirados. Incluso la colección de Jeremías, en cuya com posición tuvo seguramente gran parte Baruc (cf. Jer 36), incluye piezas más tardías (Jer 50-51) ; igualmente las de Amós (9,11-15), de Miqueas (7,8-20), y hasta de Ezequiel (Ez 38-39). La segunda parte de Zacarías (Zac 9-14) es una adición anónima contemporánea de Alejandro Magno (hacia el 330). En cuanto al libro de Isaías, se disciernen en él tantas manos y tantos contextos históricos diferentes que en su estado actual es una verdadera suma de doctrina profética. Fuera de las glosas de detalle, se distinguen en él varios conjuntos netamente caracterizados: el mensaje de consolación a los exiliados (Is 40-55), escrito entre 545 y 538 ; los oráculos contra Babilonia (13-14), poco más o menos con-temporáneos ; el pequeño apocalipsis (34-35), que data los primeros retornos a Palestina ; los capítulos 56-66, que tienen por marco el último cuarto del siglo vi ; el gran apocalipsis (24-27), cuya fecha es diversamente apreciada (entre 485 y el siglo ni). Se entiende que la atención aplicada aquí al origen exacto de las piezas recogidas con nombres conocidos no tiene sólo por objete zanjar problemas de au tenticidad literaria. Respetando plenamente la inspiración de los textos, aspira a apreciar mejor su valor doctrinal en función de los problemas concretos con que debían enfrentarse los profetas anónimos.

Si los profetas son personalmente depositarios de la palabra de Dios, que tienen encargo de transmitir a sus contemporáneos, no hay, sin embargo, que representárselos como seres aislados. No sólo el pueblo de Dios vive su drama en torno a ellos, sino que las otras corriente literarias inauguradas en el período precedente se desarrollan sacando partido de la aportación profética. Anteriormente hemos evo-cado las redacciones antiguas de la ley mosaica, centro del derecho con‑

suetudinario, y las primeras colecciones de tradiciones. En los siglos VIII y VII la revisión de esta legislación, que da por resultado el Código deuteronómico (Dt 12-28), tiene probablemente como punto de partida la tradición jurídica de los santuarios del Norte, que se reproduce adap tada a las necesidades de los tiempos ; ahora bien, ésta ofrece incon testables afinidades de espíritu con un Oseas y un Jeremías. Además, se convierte en centro de toda una literatura religiosa que desarrolla sus temas: sermones sacerdotales de Dt 1-11 ; obras de historia sagra da que recubren el período de la conquista al exilio (Josué, Jueces, 1-2Samuel, 1-2Reyes), englobando los materiales tomados de las fuentes antiguas. Con estas obras se llega al final de la monarquía y al período del exilio. Ahora bien, también en esta época el sacerdocio de Jeru salén se preocupa por su cuenta de dar forma literaria a sus costum bres, a sus ritos, a su derecho. El Código de santidad (Lev 17-26), que hace juego con el código deuteronómico y ofrece gran afinidad con Ezequiel, pudo haber sido redactado hacia fines del siglo vil. En torno a él se aglomera luego el grueso de la legislación religiosa recogida en Éx, Lev y Núm, en el marco de una historia sagrada sacerdotal fundada en las tradiciones explotadas ya por los escribas yahvistas y elohístas. Paralelamente a este trabajo, la tradición sapiencial, cultivada por los escribas de la corte, se enriquece con nuevas máximas, en las que se reconoce sin dificultad la doctrina moral de los profetas ; tam bién el lirismo cultual acusa huellas de su influjo. Cuando en la época del exilio los judíos deportados recogen todo este legado literario de los siglos pasados a fin de que sobrevivan no sólo la nación, sino tam bién la religión ligada con ella, tienen ya a su disposición toda una Biblia. Y así también el desarrollo ulterior de la literatura inspirada se verificará en contacto con esta Biblia, que dejará en él profundas huellas.

III. LA ERA DE LOS ESCRIBAS.

La corriente profética, representada hasta el exilio por hombres de acción, se borra poco a poco durante los dos primeros siglos del ju daísmo reconstituido. Nos hallamos en la era de los escribas. Sacerdo tes o legos ponen sus talentos al servicio de la palabra de Dios. La antigua tradición, en forma oral o escrita, sigue constituyendo el medio vivo en que tienen sus raíces sus obras. Pero sus preocupaciones, sus hábitos intelectuales, sus métodos de composición acusan una de-pendencia notable de sus predecesores. El período persa (520-330) y luego el comienzo del período griego (330-175) no aparecen claros al historiador que trata de reconstituirlos en detalle ; pero no por eso son menos fecundos desde el punto de vista literario.

Hay que mencionar en primer lugar el trabajo de los escribas sacer dotales. Reuniendo en un solo corpus todos los materiales legislativos y las tradiciones que los acompañan, dan a la torah su forma definitiva, que ha conservado nuestro Pentateuco. Se conjetura que esta fijación de la ley debe estar relacionada con la actividad de Esdras (447, 427 ó 397). Asimismo, la colección de los Prophetae priores, de Josué a los Reyes, se mantendrá sin variación. Las de los Prophetae posteriores (ls, Jer. Ez y las colecciones menores) sólo recibirán adiciones meno res, a veces meras glosas de editores. Pero ahora se desarrollan nuevas formas literarias. El relato didáctico, construido esencialmente por razón de las lecciones religiosas que de él se desprenden, se aclimata en Israel, de lo que son testigos los libros de Jonás y de Rut (siglo v), desarrollados a partir de tradiciones inverificables. El Cronista, ope rando con un espíritu parecido, pero utilizando fuentes históricas más sólidas (sin duda en el siglo III), rehace el relato completo de las anti güedades israelitas hasta Nehemías y Esdras (1-2Par, Neh, Esd): bajo la narración está siempre presente la teología, que impone una deter minada presentación de los hechos.

Pero sobre todo la literatura de sabiduría conoce después del exilio un éxito creciente. Orientada hacia la reflexión práctica sobre la vida, amplía poco a poco el campo de sus investigaciones hasta abordar difíciles problemas doctrinales: el de la existencia y el de la retribu ción. Los libros antiguos le proporcionan en estos puntos bases de solución que son tradicionales ; pero a veces se permite criticarlas y superarlas. La colección de los Proverbios, prolongada por su editor en un estilo bastante nuevo (Prov 1-11), forma el punto de partida de la corriente (siglo v). Le sigue el libro de Job (siglos v o iv), el Ecle siastés (siglos iv o III), el relato didáctico de Tobías (siglo in), el Eclesiástico (editado hacia el 180). No sorprende observar el influjo de la misma corriente en el Salterio, en el que varias piezas tardías tratan de problemas de sabiduría (Sal 37 ; 73 ; 112, por ejemplo) o hacen el elogio de la ley divina, que es para el hombre la fuente de la verdadera sabiduría (Sal 1 ; 19 ; 119). Esto lo viven las cofradías de cantores, que dieron a la colección su forma final, en un ambiente cuyos principales componentes son el culto del templo y la meditación de las Escrituras. Los salmos canónicos, antiguos o nuevos, hacen eco a todas las corrientes de la literatura sagrada, a todas las experiencias históricas de Israel, a todos los aspectos del alma judía, de la que son un espejo perfecto. Así se hallan aquí todos los elementos esenciales de la revelación divina, como punto de partida de la oración inspirada.

IV. AL FINAL DEL ANTIGUO TESTAMENTO.

Con la crisis de la época macabea alcanza el AT su última etapa. Por última vez se deja oír la profecía, pero en una nueva forma: el apocalipsis. En efecto, éste es el género literario que emplea el autor del libro de Daniel (hacia 165) para comunicar su mensaje de conso lación a los judíos perseguidos, no sin añadir a las visiones escatoló gicas que traducen sus promesas (Dan 2; 7-12) varios relatos didácticos con que apoyar sus lecciones (1 ; 3-5 ; 13-14). Por lo demás, el judaísmo de la época gusta de relatos de este género: el de Ester presenta una liberación típica del pueblo de Dios ; el de Judit glorifica una resis tencia religiosa y guerrera, que pudiera ser eco de la rebelión de los Macabeos. La persecución de Antíoco Epifanes, y luego la guerra santa que la sigue, son además conocidas por fuentes poco posteriores a los acontecimientos, los dos libros de los Macabeos, influidos en diversos aspectos por la historiografía griega. Si se añade a estos libros el de Baruc, que reúne piezas diversas, y la Sabiduría de Salomón, escrita en griego en Alejandría el primer siglo antes de nuestra era, se llega al final de las Escrituras reconocidas como inspiradas por el judaísmo alejandrino y, tras él, por la Iglesia apostólica.

' De ahora en adelante se desarrollará al margen de la Biblia la li teratura religiosa de los judíos, como testigo del progreso doctrinal que se efectúa todavía en la tradición viva, aunque con frecuencia tor cida por el espíritu particular de las sectas a que pertenecen sus autores o compiladores. El grupo artificial de los Apócrifos ofrece afinidades diversas, ya con la corriente esenia (Henoc, los Jubileos, los Testamentos de los xri Patriarcas, la Asunción de Moisés), ya con el fariseísmo (Salmos de Salomón, cuarto libro de Esdras, Apocalipsis de Baruc). Las producciones propiamente esenias nos son ahora accesibles gracias a los manuscritos de Qumrán (Reglas de la secta, Documento de Da-masco, comentarios de la Escritura). El judaísmo alejandrino, aparte su traducción griega de la Biblia (Setenta), posee toda una literatura, dominada por la obra filosófica de Filón. Finalmente, las compilacio nes rabínicas, efectuadas a partir del siglo n bajo la égida de los doc tores fariseos, recogieron una tradición de origen mucho más antiguo (Misna, colección de jurisprudencia cuyos comentarios forman los Tal-mudes ; los Midrasim, o explicaciones de los textos escriturísticos ; los Targumes, o interpretaciones arameas de los mismos textos). Si estas obras no nos interesan ya como textos sagrados, representan por lo menos el medio vivo en que floreció el NT.

EL NUEVO TESTAMENTO.

Jesús no escribió nada. A la memoria viva de sus discípulos confió a la vez sus enseñanzas y el recuerdo de los acontecimientos que reali zaron nuestra salud. En los orígenes de la literatura canónica del NT no hay que olvidar nunca la existencia de esta tradición oral, no ya entregada a las iniciativas anárquicas de una comunidad anónima, sino estructurada desde el principio por el testimonio de los encargados por Jesús de transmitir su mensaje. Todos los escritos de la época apostó lica derivan de aquí en alguna manera. El desarrollo literario del NT se efectuó en un lapso de tiempo mucho más corto que el del AT: quizá dos tercios de siglo. No obstante, se observa aquí una variedad notable, que no responde exactamente a las clasificaciones lógicas de nuestras Biblias.

1. LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS Y LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES.

Los más antiguos documentos cristianos que poseemos son cartas apostólicas. Pero estas cartas suponen la existencia de una tradición evangélica previa, la misma que finalmente tomó forma por una parte en los tres primeros Evangelios y por otra, en el Evangelio joánnico. Una tradición atestiguada ya en el siglo II asegura que la primera colección evangélica fue compuesta por Mateo «en lengua hebrea» (prácticamente en arameo). Pero esta obra no la tenemos ya en nuestro alcance. Únicamente podemos conjeturar su presencia en el trasfondo de los tres Sinópticos. Por otra parte, como la comunidad cristiana de Jerusalén no tardó en ser bilingüe (Act 6), en ella debieron transmi tirse en doble forma, aramea y griega, los materiales del Evangelio. Los discursos de los Hechos (2,22-39; 3,12-26; 4,9-12; 5,29-32; 10,34-43 ; 13,16-41) nos ofrecen una presentación arcaica de la predi cación apostólica que nos documenta en un punto importante: el marco general en que se agrupaban los materiales para presentar la persona de Jesús, autor de nuestra salud.

Este cuadro esquemático domina el desarrollo del Evangelio de Marcos. Éste, haciéndose eco de la predicación de Pedro, pudo haber sido redactado entre los años 65 y 70 a base de una documentación mucho más antigua. La obra de Lucas debió de ver la luz en la década siguiente. Desborda ampliamente los límites de la de Marcos, pues comporta dos libros: por una parte, el Evangelio presenta al Señor según los recuerdos de sus testigos ; por otra, los Hechos de los Após toles muestran cómo se propagó el mensaje de salud desde Jerusalén hasta el mundo pagano y hasta Roma, su capital. Estos dos tomos forman un todo, en el que la intención de enseñanza teológica es todavía más perceptible que en el Evangelio de Marcos. El Evangelio canónico de Mateo tiene sin duda estrecha relación con el documento primitivo atribuido al mismo autor por la tradición antigua. Pero es por lo menos su refundición ampliada, paralela al trabajo de Lucas en cuanto a la fecha y a la intención didáctica.

La manera como tomaron forma los Evangelios invita, pues, a es tudiarlos a dos niveles diferentes: el de la redacción final, en la que la presentación de los hechos, la selección y la formulación de las pa-labras de Jesús están regidas por la perspectiva doctrinal propia de cada autor ; el de la tradición apostólica, de la que éste tomó sus materiales, con frecuencia fijados ya literariamente aun antes de que él los recogiera. A este primer nivel está ya presente la reflexión teológica, puesto que el testimonio apostólico no es una descripción desinteresada del pasado. Adaptando su formulación a las necesidades espirituales de la comunidad cristiana y desempeñando una función esencial en la vida de la Iglesia, aspira ante todo a alimentar la fe poniendo de relieve el misterio de la salud revelado en las pala bras y en los actos de Jesús, realizado en su vida, su muerte y su resu rrección.

II. LAS CARTAS APOSTÓLICAS.

La tradición evangélica oral o parcialmente escrita preexiste, pues, a los otros escritos que nos legó la época apostólica: las cartas. Estas no son exposiciones de teología abstracta y sistemática. Son es critos de circunstancia, profundamente implicados en la acción pastoral de los apóstoles y de sus discípulos inmediatos.

Un primer bloque está constituido por las cartas paulinas, para las cuales los Hechos de los Apóstoles suministran ún marco histórico muy precioso. Jalonan el apostolado de san Pablo en tierra pagana. Durante el segundo viaje misionero: las cartas a los Tesalonicenses (51). Durante el siguiente viaje: la carta a los Filipenses (hacia 56 ; según otros, hacia 61-63), la carta a los Gálatas y las cartas a los Corintios (57), la carta a los Romanos (57-58). Durante la prisión romana (61-63): las cartas a los Colosenses, a Filemón y a los Efe sios. Quedan las cartas pastorales, cuyo marco no lo dan a cono cer los Hechos. La última actividad misionera de Pablo se refleja en 1Tim y Tit; pero 2Tim supone una nueva prisión, preparatoria del martirio. Estos tres documentos plantean además un delicado problema literario: suponen por lo menos el empleo de un secretario, que dejó en ellos la impronta de su estilo, aunque dependiendo estrechamente del pensamiento paulino. Diferente es el caso de la carta a los Hebreos. Si la tradición antigua la incluyó siempre en el corpus pau lino, su redactor tiene, no obstante, una personalidad literaria y una originalidad de pensamiento que descuellan claramente sobre las de Pablo y manifiestan sus orígenes alejandrinos. Sin embargo, el docu mento debe de ser anterior al año 70, pues parece ignorar la ruina de Jerusalén y el fin del culto del templo.

El bloque de las cartas católicas es mucho más heteróclito. Acerca de la primera carta de Pedro, el redactor se designa a sí mismo: es Silvano, o Silas, antiguo compañero de Pablo (lPe 5,12). Su marco es el de la persecución de Nerón, en que Pedro halló la muerte. La carta de Santiago se relaciona con el «hermano del Señor», que después del 44 presidió los destinos de la comunidad de Jerusalén ; su tenor es el de una colección de trozos homiléticos. La carta de Judas lucha ya contra la influencia de falsos doctores que corrompen la fe cristiana ; tiene quizá por marco los años 70-90. La segunda car ta de Pedro utiliza la de Judas, y su redactor está bastante distante de la época apostólica ; el testimonio de Pedro no resuena en ella sino en forma mediata, a través de la composición de un discípulo.

III. LOS ESCRITOS JOÁNNICOS.

Finalmente, hay que reunir en un grupo los escritos que se relacionan con la tradición del apóstol Juan. El Apocalipsis parece ser la obra más antigua de este grupo ; pero pudo tener diversas ediciones, una después del año 70, otra hacia el 95, durante la persecución de Domi ciano. Pertenece a un género inaugurado por el libro de Daniel y representado ocasionalmente en los otros escritos del NT: Evangelios (Mc 13 p) y cartas paulinas (lTes 5 ; 2Tes 1 ; ICor 15). Si 2Jn y 3Jn no son más que breves billetes, Un se presenta como una colec ción homilética, en la que el pensamiento teológico, muy original, reviste una forma de cuño netamente semítico. El mismo estilo vuelve a aparecer en el cuarto Evangelio, que sin duda se predicó antes de recogerse en forma de libro. Los testimonios antiguos (siglos II y tu) le asignan como fecha las postrimerías del siglo I. No hay, pues, que extrañarse de que en él las palabras de Jesús y los recuerdos de su vida no estén presentados en forma bruta, sino en una elaboración muy avanzada, en la que la teología del autor se incorpora a los materiales presentados por el mismo. Su larga meditación del mensaje y del mis terio de Cristo le ayudó a poner de relieve el significado profundo de los hechos que refiere y la resonancia secreta de las palabras que re-produce. Las diferencias de lenguaje y de estilo que se acusan entre todos los escritos que derivan de la tradición joánnica hacen suponer que su edición proviene de los discípulos de Juan.

Así el NT recoge el testimonio apostólico a fin de que la Iglesia pueda sacar provecho de él en todos los siglos. Los apóstoles, porta-dores de la revelación que recibieron de Cristo y que comprendieron gracias al Espíritu Santo, la confiaron en un principio a la memoria viva de las comunidades cristianas. Este legado se transmitió fielmente en las iglesias por el canal de la liturgia, de la predicación, de la cate quesis, cuya forma y contenido no tardaron en quedar estereotipados. La Iglesia de los siglos siguientes conservó este marco general des-arrollando sus datos esenciales. Pero ya, partiendo del mismo, escritos inspirados habían venido a fijar para siempre las líneas maestras del testimonio, dando a la tradición viva una norma de la que no se separaría jamás.

PG