Infierno, infiernos.

Jesucristo descendió a los infiernos, el condenado desciende al infierno: estos dos artículos de fe designan dos gestos diferentes y suponen dos condiciones diferentes. Las puertas de los infiernos adonde descendió Jesucristo se abrieron para dar suelta a sus cautivos, mientras que el infierno adonde desciende el condenado se cierra para siempre tras él. Sin embargo, la palabra es la misma, lo cual no es mera coincidencia ni paralelismo arbitrario, sino una lógica profunda y expresión de una verdad capital. Los infiernos son, como el infierno, el reino de la muerte, y sin Cristo no habría en el mundo más que un solo infierno y una sola muerte, la muerte eterna, la muerte en posesión de todo su poder. Si existe una “muerte segunda” (Ap 21,8), separable de la primera, es que Jesucristo con su muerte destruyó el reinado de la muerte. Por haber bajado Jesús a los infiernos, los infiernos no son ya el infierno, pero lo serían si no hubiese bajado; tienen relación con el infierno y llevan sus rasgos, por lo cual en el juicio final los infiernos, el Hades, vienen a parar en el infierno y en su puesto normal en el estanque de fuego (Ap 20, 14). He ahí por qué, si bien las imágenes del infierno en el AT son todavía ambiguas y no tienen todavía carácter absoluto, sin embargo Jesucristo las utiliza para designar la condenación eterna; es que son más que imágenes. son la realidad de lo que sería el mundo sin él.

AT.

I. LAS REPRESENTACIONES DE BASE.

1. Los infiernos, morada de los muertos.

 En el antiguo Israel los infiernos, el "seol, son “el punto de cita de todos los vivos” (Job 30,23). Como otros muchos pueblos, también Israel imagina la vida de ultratumba de los muertos como una sombra de existencia, sin valor y sin alegría. El eol es el marco que reúne estas sombras: se lo imagina como una tumba, “un agujero”, “un pozo”, “una fosa” (Sal 30,10; Ez 28, 8) en lo más profundo de la tierra (Dt 32,22), más allá del abismo subterráneo (Job 26,5; 38,16s), donde reina una obscuridad profunda (Sal 88,7.13), donde “la claridad misma se parece a la noche sombría” (Job 10,21s). Allá “descienden” todos los vivientes (Is 38,18; Ez 31,14) y ya no volverán a subir jamás (Sal 88, 10; Job 7,9). No pueden ya alabar a Dios (Sal 6,6), esperar en su justicia (88,11ss) o en su fidelidad (30, 10; Is 38,18) Es el desamparo total (Sal 88,6).

2. Los poderes infernales desencadenados sobre la tierra.

Descender a estos infiernos colmado de días, al final de una vejez dichosa, para “encontrarse tino con sus padres” (Gén 25,8), tal es la suerte común de la humanidad (Is 14,9-15; Job 3,11-21) y así nadie tiene por qué quejarse. Pero coñ mucha frecuencia el .seol no aguarda esta hora; como un monstruo insaciable (Prov 27,20; 30, 16) acecha la presa y la arrebata en pleno vigor (Sal 55,16). “En el mediodía de sus días” ve Ezequiel abrírsele “las puertas del leal” (Is 38,10). Esta irrupción de las fuerzas infernales “sobre la tierra de los vivos” (38, 11) es el drama y el escándalo (Sal 18,6; 88,4s).

II. EL INFIERNO DE LOS PECADORES.

Este escándalo es uno de los resortes de la revelación. El aspecto trágico de la muerte manifiesta el desorden del mundo, y uno de los ejes del pensamiento religioso israelita está en descubrir que ese desorden es fruto del pecado. A medida que se va afirmando esta conciencia, los rasgos del infierno adoptan una figura cada vez más siniestra. Abre sus fauces para tragarse a Koré, Datán y Abirón (Núm 16,32s), pone en juego todo su poder para devorar “la gloria de Sión y a su muchedumbre ruidosa, sus gritos, su alegría” (Is 5, 14), hace desaparecer a los impíos en el espanto (Sal 73,19).

Israel conoció dos imágenes especialmente expresivas de este fin terrorífico: la consunción por las llamas, de Sodoma y de Gomorra (Gén 19,23; Am 4,11; Sal 11,6) y la devastación del paraje de Tofet, en el valle de la Gehena, lugar de placer destinado a convertirse en lugar de horror, donde “se verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí, cuyo gusano no morirá y cuyo fuego no se extinguirá” (E, 66,24).

La muerte en el fuego, y perpetuándose indefinidamente en la corrupción son ya las imágenes evangélicas del infierno. Es un infierno, que no es ya el infierno, por decirlo así, “normal” que era el seo/, sinoun infierno que se puede decir caído del cielo, “venido de Yahveh” (Gén 19,24). Si reúne “el abismo sin fondo” y “la lluvia de fuego” (Sal 140,11), la imagen del seol y el recuerdo de Sodoma, es que este infierno está encendido por “el soplo de Yahveh” (Is 30,33) y por el “ardor de su ira” (30,27).

Este infierno prometido a los pecadores no podía ser la suerte de los justos, sobre todo cuando éstos, para mantenerse fieles a Dios, tenían que sufrir la persecución de los pecadores y a veces la muerte. Es lógico que del “país del polvo, el seol tradicional, donde duermen confundidos los santos y los impíos, despierten éstos para “el horror eterno” y sus víctimas despierten “para la vida eterna” (Dan 2,12). Y mientras el Señor entrega a los justos su recompensa, “arma a la creación para castigar a sus enemigos” (Sab 5,15ss). El infierno no se localiza ya en lo profundo de la tierra, sino que es “el universo desencadenado contra los insensatos” (5,20). Los Evangelios utilizan estas imágenes: “En la morada de los muertos” donde el rico es “atormentado por las llamas” reconoce a Lázaro “en el seno de Abraham”, pero entre ellos se abre infranqueable “un gran abismo” (Lc 16,23-26). Fuego y abismo, la ira de Dios y la tierra que se abre, la maldición de Dios y la hostilidad de la creación, tal es el infierno.

NT.

I. CRISTO HABLA DEL INFIERNO.

Jesús da más importancia al perder la vida, a la separación de él, que a la descripción del infierno admitida en su ambiente. Si acaso es problemático sacar de la parábola del rico avariento una afirmación decisiva del Señor sobre el infierno, en todo caso hay que tomar en serio a Jesús cuando utiliza las más violentas y más despiadadas imágenes escriturísticas del infierno: “el llanto y crujir de dientes en el horno ardiente” (Mt 13. 42), “la gehena, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9,43,48; cf. Mt 5,22), donde Dios puede “perder el alma y el cuerpo” (Mt 10,28).

La gravedad de estas afirmaciones está en que son formuladas por el mismo que tiene poder para arrojar al infierno. Jesús no habla sólo del infierno como de una realidad amenazadora: anuncia que éi mismo “enviará a sus ángeles a arrojar en el horno ardiente a los fautores de iniquidad” (Mt 13,41s) y pronunciará la maldición: “¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41). El Señor es quien declara: “No os conozco” (25,12). “Arrojadlos fuera, a las tinieblas” (25,30).

II. JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS.

La bajada de Cristo a los infiernos es un artículo de fe y es. en efecto, un dato cierto del NT. Si es muy difícil determinar el valor de ciertos textos y lo que fue su “predicación a los espíritus que estaban en la prisión, incrédulos en otro tiempo... en los días en que Noé construía el arca” (1Pe 3,19s), lo cierto es que esta bajada de Jesús a los infiernos significa a la vez la realidad de su muerte de hombre y su triunfo sobre la misma. Si “Dios lo libró de los horrores del Hades” (es decir, del seol, Hech 2,24), lo hizo sumergiéndole primero en ellos, aunque sin abandonarle jamás (2,31). Si Cristo en el misterio de la ascensión “subió por encima de todos los cielos”, es que también había “bajado a las regiones inferiores de la tierra”, y esta siniestra bajada era necesaria para que pudiera “llenar todas las cosas” y reinar como Señor sobre el universo (Ef 4,9s). La fe cristiana confiesa que Cristo es señor en el cielo después de haber ascendido de entre los muertos (Rom 10,6-10).

IIl. LAS PUERTAS INFERNALES, FORZADAS.

Por su muerte triunfó Cristo del último enemigo, la muerte (1Cor 15.26), y forzó las puertas infernales. La muerte y el Hades habían estado siempre al descubierto a la mirada de Dios (Am 9,2: Job 26,6) y ahora se ven obligados a restituir los muertos que retienen (Ap 20,13; cf. Mt 27,52s). Hasta la muerte del Señor era el infierno “el punto de cita de toda carne”, el término fatal de llegada de una humanidad exiliada de Dios. y nadie podía salir antes de Cristo, “primicias de los que duermen” (1Cor 15,20-23), “primogénito de entre los muertos” (Ap 1,5). Para la humaniciad condenada en Adán a la muerte y a la separación de Dios, la redención es la abertura de las puertas infernales, el don de la vida eterna. La Iglesia es el fruto y el instrumento de esta victoria (Mt 16,18).

Pero Cristo, ya antes de su venida, es prometido y esperado. El hombre del AT, en la medida en que acoge esta promesa, ve iluminarse sus infiernos con una claridad que se convierte en certeza. Y viceversa, en la medida en que la rechaza se convierten sus infiernos en infierno, él mismo se sume en un abismo, en el que el poder de Satán se hace más horroroso. Finalmente, cuando aparece Jesucristo, “los que no obedecen a su Evangelio... son castigados con una pérdida eterna, alejados de la faz del Señor” (2Tes 1,8s) y “en el estanque de fuego” se encuentran con la muerte y el Hades (Ap 20,14s).

JEAN-MARIE FENASSE y JACQUES GUILLET