Hipócrita.

Como los profetas (p.e., ls 29,13) y los sabios (p.e., Eclo 1,28s; 32,15; 36,20), pero con un vigor incomparable, puso Jesús al descubierto las raíces y las consecuencias de la hipocresía fijándose especialmente en los fariseos. Son evidentemente hipócritas aquellos cuya conducta no expresa los pensamientos del corazón; pero al mismo tiempo son calificados de ciegos por Jesús (comp. Mt 23,25 y 23,26).

Parece que hay una relación que justifica el paso de un sentido al otro: el hopócrita, a fuerza de querer engañar a los otros, se engaña a sí mismo y se vuelve ciego para con su propio estado, siendo incapaz de ver la luz.

1. El formalismo del hipócrita.

La hipocresía religiosa no es sencillamente una mentira; engaña al prójimo para conquistar su estima a partir de gestos religiosos cuya intención no es sencilla. El hipócrita parece obrar para Dios, pero en realidad obra para sí mismo. Las prácticas más recomendables, limosna, oración, ayuno se pervierten así por la preocupación de “hacerse notar” (Mt 6,2.5.16; 23,5). Este hábito de establecer cierta distancia entre el corazón y los labios induce a disimular intenciones malignas, como cuando con el pretexto de una cuestión jurídica se quiere poner una asechanza a Jesús (Mt 22,18; cf. Jer 18,18). El hipócrita, deseoso de quedar bien, de “salvar el rostro”, sabe elegir entre los preceptos o disponerlos con una casuística sutil: así puede filtrar el mosquito y tragarse el camello (Mt 23,24) o encauzar las prescripciones divinas en favor de su rapiña o de su intemperancia (23,25): “¡Hipócritas!, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (15,7).

2. Ciego que se engaña a sí mismo.

El formalismo se puede curar, pero la hipocresía no está lejos del endurecimiento. Los “sepulcros blanqueados” acaban por tomar por verdad lo que quieren hacer creer a los otros: se creen justos (cf. Lc 18,9; 20,20), y se hacen sordos a todo llamamiento a la conversión. Como un actor de teatro (en gr. hypocrites), el hipócrita sigue representando su papel, tanto más cuanto más elevado rango ocupa y su palabra es obedecida (Mt 23,2s). La corrección fraterna es sana, pero ¿cómo podrá el hipócrita sacarse la viga que le tapa la vista, si sólo piensa en quitar la paja del ojo del vecino (1,4s; 23,3s)? Los guías espirituales son necesarios acá abajo, pero ¿no se ponen en lugar de Dios cuando sustituyen la ley divina por tradiciones humanas? Son ciegos que pretenden guiar a los otros (15,3-14), y su doctrina no es más que una mala levadura (Lc 12,1). Ciegos, son incapaces de reconocer los signos del tiempo, es decir, de descubrir en Jesús al enviado de Dios, y todavía reclaman “un signo del cielo” (Lc 12,56; Mt 16,1ss); cegados por su propia malicia, no quieren saber nada de la bondad de Jesús, e invocan la ley del sábado para impedirle hacer el bien (Lc 13,15); si osan imaginar que Belzebub es la causa de los milagros de Jesús, es que de un mal corazón no pueden salir buenas palabras (Mt 12,24.34). Para romper las puertas de su corazón los deja Jesús en mal lugar delante de los otros (Mt 23,1ss), denunciando su pecado radical, su podredumbre secreta (23,27s): esto es mejor que dejar compartir la suerte de los impíos (24,51; Lc 12,46). Jesús utilizaba aquí sin duda el término arameo hanefa, que en el AT significa ordinariamente “perverso, impío”: el hipócrita está en trance de convertirse en impío. El cuarto Evangelio traduce la apelación de hipócrita por la de ciego: el pecado de los judíos consiste en decir “nosotros vemos”, siendo así que están ciegos (Jn 9,40).

3. El riesgo permanente de la hipocresía.

Sería una ilusión pensar que la hipocresía es monopolio de los fariseos. Ya la tradición sinóptica extendía a la multitud la acusación de hipocresía (Lc 12,56); Juan tiene presentes, a través de “los judíos”, a los incrédulos de todos los tiempos. El cristiano, sobre todo si tiene función de guía, está también expuesto a hacerse hipócrita. Pedro mismo no esquivó este peligro en el episodio de Antioquía que le enfrentó con Pablo: su conducta era una clase de “hipocresía” (Gál 2, 13). El mismo Pedro recomienda al creyente que sea sencillo en su vida como un recién nacido, sabiendo que la hipocresía lo acecha (1Pe 2,1s) y podría llevarlo a sucumbir en la apostasía (1Tim 4,2).

XAVIER LÉON-DUFOUR