Conocer.

Conocer a Dios: este primer llamamiento lanzado al corazón del hombre no lo despliega la Biblia en un contexto de ciencia, sino en un contexto de vida. En efecto, para el semita, conocer (yd') desborda el saber humano y expresa una relación existencial. Conocer alguna cosa es tener experiencia concreta de ella; así se conoce el sufrimiento (Is 53,3) y el pecado (Sab 3,13), la guerra (Jue 3, 1) y la paz (Is 59,8), el bien y el mal (Gén 2,9.17); es un compromiso real con profundas consecuencias. Conocer a alguien es entrar en relaciones personales con él; estas relaciones pueden adoptar muchas formas y comportar muchos grados, por lo cual conocer es susceptible de toda una gama de significados; la palabra sirve para expresar la solidaridad familiar (Dt 33,9), y también las relaciones conyugales (Gén 4,1; Lc 1,34); se conoce a Dios cuando se está bajo el efecto de su juicio (Ez 12,15); de manera muy distinta se le conoce cuando se entra en su alianza (Jer 31,34) y se es poco a poco introducido en su intimidad.

AT.

1. Iniciativa divina.

En el conocimiento religioso todo comienza por la iniciativa de Dios. Antes de conocer a Dios es uno conocido por él. Misterio de elección y de solicitud: Dios conoce a Abraham (Gén 18,19), conoce a su pueblo: “Sólo a vosotros os he conocido entre todas las familias de la tierra” (Am 3,2). Aun antes de su nacimiento conoce a sus profetas (Jer 1.5) y a todos los que quiere dar a su Hijo (Rom 8,29: 1Cor 13,12). A los que ha distinguido Dios así y los conoce por su nombre (Éx 33,17; cf. Jn 10.3), se les da él mismo a conocer: les revela su nombre (Éx 3,14), los penetra de su temor (Éx 20,18ss), pero sobre todo les muestra su ternura librándolos de sus enemigos, dándoles una tierra (Dt 4,32...; 11,2...), dándoles a conocer sus mandamientos, camino de la felicidad (Dt 30,16; Sal 147.19s). 2. Desconocimiento humano. En respuesta debería el pueblo conocer a su Dios, ser de él en el amor verdadero (Os 4,1; 6,6). Pero desde los comienzos se muestra incapaz de ella (Éx 32,8). “Éstos son gente de corazón torcido, que desconocen mis caminos” (Sal 95.10). Desconociendo a Dios, le pone constantemente a prueba (Núm 14,22; Sal 78). Menos razonable que una bestia de carga, “Israel no conoce nada” (Is 1,3; Jer 8,7), se rebela, infringe la alianza (Os 8,1), se prostituye “a dioses que no conocía” (Dt 32,17).

Aun cuando se imagina “conocer a Yahveh” (Os 8,2), se hace ilusión, pues se limita a una relación completamente exterior, formalista (Is 29,13s; Jer 7); ahora bien, el auténtico conocimiento de Dios debe penetrar hasta el corazón y traducirse en la vida real (Os 6,6; Is 1,17; Jer 22,16; cf. Mt 7,22s). Los profetas lo repiten hasta la saciedad, pero “la nación no escucha la voz de Dios y no se deja instruir” (Jer 7,28). Será, pues, castigada “por falta de ciencia” (Is 5,13; Os 4,6).

Dios se dará a conocer de una manera terrible; por los horrores de la ruina y del exilio. El anuncio de estos castigos es acentuado por Ezequiel con un estribillo amenazador: “Y sabréis que yo soy Yahveh” (Ez 6,7; 7,4.9...). El pueblo, careado consigo mismo y con su Dios en la crudeza del acontecimiento, no puede mantenerse ya en la ilusión: debe reconocer la santidad de Dios y su propio pecado (Bar 2).

3. Conocimiento y corazón nuevo.

Permanece la esperanza de un renuevo maravilloso, en que “el país estará lleno del conocimiento de Dios como las aguas colman el mar” (Is 11,9). Pero ¿cómo puede ser esto? Israel no pretende ya llegar a ellos por sí mismo, pues tiene conciencia de tener un “corazón malo” (Jer 7, 24), un “corazón incircunciso” (Lev 26,41), y para conocer verdaderamente a Dios se necesita un corazón perfecto. El Deuteronomio insiste sobre esta necesidad de transformación interior, que no puede venir sino de Dios. “Hasta hoy no os había dado Yahveh un corazón para conocer” (Dt 29,3), pero después del exilio “circuncidará tu corazón y el corazon de tu posteridad” (Dt 30,6).

La misma promesa es dirigida por Jeremías a los exiliados (24,7). Ella constituye lo esencial del anuncio de una nueva alianza (Jer 31,31-34): una purificación radical, “voy a perdonarles su crimen”, hará posible la docilidad profunda, “pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón”; la pertenencia recíproca “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”, así asegurada, será fuente de un conocimiento directo y auténtico: “No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yahveh, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes.”

Ezequiel completa la perspectiva indicando el papel del espíritu de Dios en esta renovación interior: “Yo os daré un corazón nuevo, pondré en vosotros un espíritu nuevo... pondré en vosotros mi espíritu” (Ez 36,26s); tendrá lugar la resurrección del pueblo de Dios (Ez 37, 14). Con esto se dará Dios a conocer, no sólo a Israel (Ez 37,13), sino también a las naciones paganas (Ez 36,23).

También el segundo Isaías, describiendo anticipadamente la salvación otorgada, subraya sus repercusiones universales. La idolatría sufrirá un choque sin precedente (Is 45-46). Con ocasión de un nuevo éxodo manifestará Dios su dominio sobre la historia y “toda carne sabrá que yo, Yahveh, soy tu salvador” (Is 49,26). A los israelitas dice Dios: “Vosotros sois mis testigos... para que se me conozca” (Is 43,10), y a su siervo: “Yo te haré luz de las gentes” (Is 49,6).

4. La Sabiduría de arriba.

Otra línea de pensamiento venía a parar en perspectivas análogas. Los sabios de Israel buscaban y reunían las reglas que aseguran la buena dirección de la vida (Prov) y en ellos se iba arraigando una convicción: Dios sólo conoce su secreto (Job 28). “Él ha escudriñado toda la vía del conocimiento” (Bar 3,37). Así pues, “toda sabiduría viene del Señor” (Eclo 1,1). Es cierto que Dios, en su bondad, ha dado ya la fuente de ella a Israel: “es la ley promulgada por Moisés” (Eclo 24,23s). Sin embargo, este don es exterior (cf. Sab 9,5), por lo cual hay todavía que suplicar a Dios que lo perfeccione poniendo en el interior del hombre su “espíritu de sabiduría” (Sab 7,7; 9). “¿Qué hombre, en efecto, puede co nocer el designio de Dios?” (Sab 9,13).

Los hombres de Qumrán se muestran sedientos del “conocimiento de los misterios divinos”. Dan gracias a Dios por las luces ya otorgadas (1QH 7,26s) y aguardan con ardor el tiempo de la manifestación final, que otorgará a los justos “comprender el conocimiento del Altísimo” (1QS 4,18-22).

Los judíos de la dispersión, en contacto con el mundo griego, se ven llevados a desarrollar una argumentación de tenor más filosófico para combatir la idolatría y propagar el conocimiento del solo Dios verdadero. El autor de Sab afirma que el espectáculo de la naturaleza debería conducir a los hombres a reconocer la existencia y el poder del Creador (Sab 13,1-9).

NT.

En Jesucristo se da el perfecto conocimiento de Dios, prometido para los tiempos de la nueva alianza.

1. Sinópticos.

Jesús era el único capaz de revelar al Padre (Lc 10,22) y de explicar el misterio del reino de Dios (Mt 13,11). Enseñaba con autoridad (Mt 7,29). Negándose a satisfacer las vanas curiosidades (Hech 1,7), no daba una enseñanza teórica, sino que la presentaba como una “buena nueva” y un llamamiento a la conversión (Mc 1,14s). Dios se acerca, hay que discernir los signos de los tiempos (Lc 12,56; 19,42) y estar dispuestos a acogerlo (Mt 25, 10ss). A las palabras añadía Jesús los milagros, signos de su misión (p.e., Mt 9,6).

Pero todo esto era sólo una preparación. No sólo sus enemigos (Mc 3,5), sino hasta sus mismos discípulos tenían el espíritu cerrado (Mc 6,52; Mt 16,23; Lc 18,34). Sólo cuando se haya derramado la sangre de la nueva alianza (Lc 22,20 p) podrá producirse la plena luz: “entonces les abrió la inteligencia” (Lc 24,45),entonces derramó el Espíritu Santo (Hech 2,33). Así se instauraron los últimos tiempos, tiempos del verdadero conocimiento de Dios.

2. San Juan.

Todavía más claramente que los sinópticos marca Juan las etapas de esta revelación. En primer lugar hay que dejarse instruir por el Padre; los que le son dóciles son atraídos hacia Jesús (Jn 6,44s). Jesús los reconoce y ellos lo reconocen (10,14), y él los conduce al Padre (14,6). Sin embargo, todo lo que dice y hace es para ellos enigmático (16,25) en tanto no es él elevado sobre la cruz. Sólo esta elevación glorificante lo pone verdaderamente en evidencia (8,28; 12,23.32): sólo ella granjea a los discípulos el don del Espíritu (7,39; 16,7). Éste les descubre todo el alcance de las palabras y de las obras de Jesús (14, 26; cf. 2,22; 12,16) y los conduce a la verdad total (16,13). Así, los discípulos conocen a Jesús, y por Jesús al Padre (14,7.20).

Como lo había predicho Isaías, una nueva relación se establece con Dios: “El Hijo de Dios ha venido y nos ha dado la inteligencia, a fin de que conozcamos al verdadero” (1Jn 5,20: 2,14). La vida eterna no se define de otra manera: consiste en “conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo” (Jn 17,3), conocimiento directo que hace que, en cierto sentido, los cristianos “no tengan ya necesidad de que se les enseñe” (1Jn 2,27; cf. Jer 31,34; Mt 23,8). Este conocimiento incluye una capacidad de discernimiento, cuyos aspectos principales explicita Juan (1Jn 2,3ss; 3,19.24; 4,2.6.13), poniendo en guardia contra las falsas doctrinas (2,26; 4,1; 2Jn 7). Sin embargo, este conocimiento de Dios, tomado en toda su extensión, merece el nombre de “comunión” (1Jn 1,3), porque es participación en una misma vida (Jn 14,19s), unión perfecta en la verdad del amor (Jn 17,26; cf. Un 2,3s; 3,16...).

3. San Pablo.

En el mundo griego, ávido de especulaciones filosóficas y religiosas (gnosis), predica Pablo denodadamente la cruz de Cristo (1Cor 1,23). Los hombres tenían la posibilidad de conocer a Dios a partir de la creación, pero “su corazón ininteligente se entenebreció” y ellos se entregaron a la idolatría mereciendo la ira de Dios (Rom 1,18-22). Deben, pues, renunciar a sus pretensiones (1Cor 1,29), reconocerse incapaz de penetrar por sí mismo los secretos de Dios (1Cor 2,14) y someterse al Evangelio (Rom 16,25s) que transmite “la locura de la predicación” (1Cor 1,21; Rom 10,14).

La fe en Cristo y el bautismo le dan entonces acceso a un saber muy distinto, “el lucro sobreeminente que es el conocimiento de Cristo Jesús”, saber no teórico, sino vital: “conocerle a él con el poder de su resurrección y la comunión en sus sufrimientos” (Flp 3,8ss). Así se “renueva” la inteligencia y viene a ser capaz de “discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,2). Pablo, resistiendo a las tendencias gnósticas que se manifiestan aquí y allá entre los primeros cristianos (1Cor 1,17; 8,1s; Col 2,4.18), los orienta hacia un conocimiento más auténticamente religioso, el que viene del Espíritu de Dios, y gracias al cual podemos verdaderamente “conocer los dones que Dios nos ha hecho” y expresarlos en un lenguaje “enseñado por el Espíritu” (1Cor 2,6-16).

Delante de la “insondable riqueza de Cristo” (Ef 3,8), la admiración de Pablo no hace sino crecer con los años, y así desea a los cristianos “la plena inteligencia para penetrar el misterio de Dios, en el que se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2,2s). Pero no por eso olvida que “la ciencia hincha” y que “la caridad edifica” (1Cor 8,1; 13,2): lo que tiene presente no es una gnosis orgullosa, sino el 'conocimiento del “amor de Cristo, que supera todo conocimiento” (Ef 3,19). Desea el momento en que lo que es parcial ceda el puesto a lo que es perfecto, y así conozca él como es conocido (1Cor 13,12).

Así, para Pablo como para toda la Biblia, conocer es entrar en una gran corriente de vida y de luz que brotó del corazón de Dios y vuelve a conducir a él.

JEAN CORBON y ALBERT VANHOYE