Confesión.

En el lenguaje corriente la confesión evoca las más de las veces únicamente el sacramento de la penitencia y el confesionario. Pero este sentido habitual no es sino un sentido derivado y muy particular. La confesión, en el AT como en el NT y en la tradición cristiana de los santos que confiesan su fe, es en primer lugar la proclamación de la grandeza de Dios y de sus gestos salvadores, una profesión pública y oficial de fe en él y en su acción; y la confesión del pecador sólo es verdadera si es proclamación de la santidad de Dios.

La confesión de fe es una actitud esencial del hombre religioso. No está necesariamente ligada con un conocimiento distinto y con una enumeración completa de los gestos de Dios, sino que implica en primer lugar una actitud práctica de abertura y de acogida para con sus iniciativas, como en el caso del sacerdote Elí, que reconocía a la vez el pecado de sus hijos y la grandeza de Dios: “Es Yahveh” (1Sa 3,18). Así conduce normalmente del conocimiento de Dios a la reacción que debe suscitar esta toma de conciencia, la acción de gracias: es la justificación y la expresión pública de la acción de gracias y de la alabanza (Sal 22.23). Así como éstas, la confesión va directamente a Dios, a diferencia del testimonio, que, aunque también tiene por objeto los gestos de Dios, va dirigido en primer lugar a los hombres.

AT.

1. Confesar el nornbre de Dios.

La confesión, la acción de gracias, la alabanza y la bendición van constantemente unidas. Tienen como punto de partida las obras de Dios; la descripción de los hechos es el elemento central de la confesión. Las fórmulas más antiguas son breves; fueron utilizadas como títulos dados a Dios en el culto, Yahveh es primeramente el “que hizo salir a Israel del país de Egipto” (Dt 6,12; 8,14...), que es la fórmula más propagada; es también el “Dios de los padres” (Éx, Dt, Par): más tarde es designado como el que “juró dar [la tierra] a tus padres” (Dt 1,8.35). Finalmente, se acaba por detallar la historia de la salvación (26,5-9): al éxodo, como centro, se vinculan todas las promesas, la elección y la alianza. Este desarrollo sigue expresándose en términos" concretos: “mi roca, mi fuerza, mi salvación”; incluso cuando se confiesa que Dios es incomparable (Éx 15,11; Sal 18,32), se trata de su acción histórica, y no de una reflexión filosófica sobre su naturaleza. El deber que se cumple así con respecto a su gran nombre (Jer 10,6; Sal 76,2) asegura la perennidad del recuerdo y la transmisión de la fe de Israel (Dt 6,6-9).

El judaísmo precristiano es fiel a esta tradición. Cada día confiesa su fe reuniendo tres fragmentos del Pentateuco, el primero de los cuales afirma la creencia fundamental en el Dios único que ha hecho alianza con Israel (Dt 6,4-9).,

2. La confesión de los pecados.

Significa en profundidad que toda falta es cometida contra Yahveh (Lev 26, 40), incluso las faltas contra el prójimo (Lev 5,21; 2Sa 12,13s). El pecado pone obstáculo a las relaciones que quiere Dios estableces con el hombre. La retractación por el culpable mismo, individuo (Prov 28,13) o colectividad (Neh 9,2s; Sal 106) del acto que le ha enfrentado con Dios, reafirma los derechos imprescriptibles que su pecado le había discutido. Una vez restaurados estos derechos que reposan en particular en la alianza, cuya iniciativa había tomado Dios, se concede el perdón (2Sa 12,13; Sal 32,5), y se pone .fin a la ruptura que sume al pueblo entero en la desgracia (Jos 7,19ss).

NT.

1. Confesar a Jesucristo.

Si el acto del fiel sigue siendo esencialmente el mismo, el objeto de su profesión de fe sufre una verdadera transformación. La grandeza de Dios se revela en todo su esplendor. Las más antiguas confesiones de fe de Israel (Dt 26, 50; Jos 24, 2-13) recordaban los acontecimientos de la salida de Egipto. La liberación que aporta Cristo alcanza a toda la humanidad; destruye al peor enemigo del hombre, al que lo minaba por el interior, el pecado; no es ya temporal, como los salvamentos políticos del pasado, es la salvación definitiva.

Las confesiones de fe de Pedro  (Mt 16,16 p; Jn 6,68s) y del ciego de nacimiento(9,15ss.30-33) uestran que esta fe nace del contacto vivo con Jesús de Nazaret. En la Iglesia, Jesús, como actor esencial del drama de la salvación, es en su muerte y en su resurrección el objeto de la profesión de fe. Ésta se manifiesta en las fórmulas primitivas “Marana tha” (1Cor 16,22) y “Jesús es Señor” (1Cor 12,3; F1p 2,11), que la resumen, y sirven de aclamaciones litúrgicas. El objeto de la fe proclamado en la predicación según un esquema estereotipado (kerygma) se expresa también en un esbozo de credo (1Cor 15,3-7) y en himnos litúrgicos (1Tim 3,16). Jesús es reconocido como único Salvador (Hech 4,12), Dios (Jn 20,28), juez del mundo que ha de venir (Hech 10,42), enviado de Dios y nuestro sumo sacerdote (Heb 3,1). En esta adhesión de fe a aquel que Dios da al mundo como Mesías y Salvador, la confesión del cristiano va dirigida a Dios mismo.

No basta con que la palabra se reciba y permanezca en nosotros (Jn 2,14). Debe además ser confesada. A veces se designa así la mera adhesión, por oposición a las denegaciones del que no cree en la misión de Jesús (1Jn 2,22s), pero las más de las veces se trata, como es normal, de la proclamación pública. Necesaria para llegar a la salud (Rom 10,9s), deseable en todo tiempo (Heb 13,15), tiene por modelo a la que Jesús hizo dando testimonio de la verdad (Jn 18,37; 1Tim 6,12s). Acompaña al bautismo (Hech 8,37), y ciertas circunstancias la exigen más particularmente, como aquellas en que la abstención equivaldría a la negación (Jn 9,22). Pese a la persecución, habrá que profesar la fe delante de los tribunales, corno Pedro (Hech 4,20), hasta el martirio, como Esteban (Hech 7,56), so pena de ser renegados por Jesús delante desu Padre (Mt 10,32s; Mc 8,38) por haber preferido la gloria humana a la que viene de Dios (Jn 12,42s). Los elegidos continuarán confesando a Dios (Ap 15,3s) y a Jesús (5;9) en el cielo.

Como toda confesión auténtica es la resonancia en el hombre de la acción de Dios y se remonta hasta Dios, es producida en nosotros por el Espíritu de Dios (iCor 12,3; 1Jn 4,2s), particularmente la que él mismo suscita ante los tribunales perseguidores (Mt 10,20).

2. La confesión de los pecados.

La confesión de los pecados a un sacerdote en la forma actual no está demostrada en el NT. La corrección fraterna y la monición de la comunidad tienen por objeto en primer lugar hacer reconocer al culpable sus yerros exteriores (Mt 18, 15ss). La confesión mutua, a que invita Sant 5,15, se inspira quizá en la práctica judía, y 1Jn 1,9 no precisa la forma que debe tomar la necesaria confesión de los pecados.

No obstante, la confesión de los propios pecados es siempre signo de arrepentimiento y condición normal del perdón. Los judíos que se dirigen a Juan Bautista confiesan sus faltas (Mt 3,6 p). Pedro se reconoce pecador, indigno de acercarse a Jesús (Lc 5,8), y Jesús mismo, al describir el arrepentimiento del hijo pródigo, hace intervenir en él la confesión del pecado (Lc 15,21). Esta confesión, expresada con palabras por Zaqueo (19,8), con gestos por la pecadora (7,36-50), o también con el silencio de la mujer adúltera que no se defiende (Jn 8,9-11), es la condición del perdón que otorga Jesús. Tal es el punto de partida de la confesión sacramental. Todo hombre es pecador y debe reconocerse tal para ser purificado (Jn 1,9s). Sin embargo, el reconocimiento de su indignidad y la confesión de los labios sacan su valor del arrepentimiento del corazón; por tanto, es vana la confesión de Judas (Mt 27,4).

Así, bajo las dos alianzas, el que confiesa su fe en el Dios que salva, como el que confiesa su pecado, uno y otro quedan liberados del pecado por la fe (Gál 3,22). En ellos se verifica la palabra: “tu fe te ha salvado” (Lc 7,50).

PIERRE SANDEVOIR