Casa.

Para vivir tiene el hombre necesidad de un medio favorable y de un abrigo protector: una familia y una casa, ambas designadas con la mis ma palabra hebrea: bayt (bet en las palabras compuestas: p.e., Bet-el, casa de Dios). Ahora bien, Dios no se contenta con dar al hombre una familia natural y una morada natural; quiere introducirlo en su propia casa, no sólo como servidor, sino a título de hijo; por eso Dios, después de haber habitado en medio de Israel en el templo, envió a su Hijo único a construirle una morada espiritual hecha de piedras vivas y abierta a todos los hombres.

1. LA CASA DE LOS HIJOS DE LOS HOMBRES.

1. La casa de familia.

El hombre aspira a tener un lugar donde se halle “en su casa”, un nido, como dice el viejo proverbio (Prov 27,8), un techo que proteja su vida privada (Eclo 29,21); y esto en su país (Gén 30,25), allí donde se halla su casa paterna, una herencia que nadie debe sustraerle (Miq 2,2) ni siquiera codiciar (Éx 20,17 p). En esta casa bien arreglada, en la que reina el encanto de la mujer (Eclo 26,16), pero que una mala esposa hace inhabitable (25,16), el hombre vive con sus hijos, que están allí permanentemente, mientras que los servidores pueden abandonarla (Jn 8,35); le gusta recibir en ella huéspedes, forzándolos, si es menester (Gén 19,2s; Hech 16,15). Una casa tiene tanto valor que el que acaba de construirla no debe ser privado de disfrutar de ella; así en Israel una ley muy humana le dispensará de los riesgos de la guerra, aunque sea una guerra santa (Dt 20,5; l Mac 3,56).

2. Lo que edifica y lo que arruina.

Así pues, construir una casa no es sólo edificar sus muros, es fundar un hogar, engendrar una descendencia y transmitirle lecciones religiosas y ejemplos de virtud; es obra de sabiduría (Prov 14,1) y quehacer en el que una mujer virtuosa es irreemplazable (31,10-31); es incluso obra divina que el hombre solo no puede llevar a término (Sal 127,1). Pero el hombre con su malicia es capaz de atraer la desgracia sobre su casa (Prov 17,13), y la mujer insensata trastorna la suya (14,1). Es que el pecado, antes de destruir la casa, ha provocado ya otra ruina: la del hombre mismo, frágil morada de arcilla (Job 4,19), vivificada por el hálito de Dios (Gén 2,7). El hombre pecador debe morir y entregar a Dios su hálito antes de ir a reunirse con sus padres en la tumba, casa de eternidad (Gén 25,8; Sal 49,12. 20; Ecl 12,5ss); no obstante, sobrevive en su descendencia, casa que Dios construye a sus amigos (Sal 127). Se ve por qué construir una casa y no poder habitarla es un símbolo del castigo de Dios que merece la infidelidad (Dt 28,30), mientras que los elegidos, en el gozo escatológico, habitarán sus casas para siempre (Is 65,21ss).

II. LA CASA SIMBÓLICA DE DIOS.

1. Casa de Israel y casa de David.

Dios quiere habitar de nuevo entre los hombres, a los que el pecado ha separado de él; inaugura su designio llamando a Abraham a servirle y sacándolo del ambiente de los hombres que sirven a otros dioses (Jos 24,2); por eso debe Abraham abandonar su país y la casa de su padre (Gén 12,1). Vivirá bajo la tienda, como viajero, y sus hijos como él (Heb 11,9.13), hasta el día en que Jacob y sus hijos se instalen en Egipto; pero luego aspirará Israel a salir de esta “casa de servidumbre” y Dios lo liberará de ella para hacer alianza con él y habitar en medio de su pueblo en la tienda que se hace preparar; allí reposa la nube que vela su gloria y que manifiesta su presencia a toda la casa de Is rael (Éx 40.34-38). Este nombre conviene todavía a los descendientes de Jacob, hechos más numerosos que las estrellas (Dt 10,22).

Este pueblo se reúne alrededor de la tienda de su Dios, llamada por esto tienda de la reunión (Éx 33,7); allí habla Dios a Moisés, su servidor, que tiene constantemente acceso a su casa (33,9ss; Núm 12,7) y que guiará a su pueblo hasta la tierra prometida: Yahveh quiere hacer de esta tierra, que es toda entera “su casa” (Os 8,1; 9,15; Jer 12, 7; Zac 9,8), el domicilio estable de su pueblo (2Sa 7,10). David a su vez quiere instalar a Dios en una casa semejante al palacio que habita él mismo (7,2). Sin embargo, Dios descarta este proyecto porque le basta la tienda (7,5ss): pero bendice la intención de su ungido: si no desea habitar en una casa de piedra, quiere, en cambio, construir a David una casa y afirmar a su descendencia en su trono (7,11-16); construir una casa a Dios está reservado al hijo de David, que tendrá a Dios por Padre (7,13s).

2. De la casa de piedra al templo celestial.

Salomón se aplicará esta misteriosa profecía: aun proclamando que los cielos de los cielos no pueden contener a Dios que los habita (1 Re 8.27). construirá una casa para el nombre de Yahveh, al que se invocará allí, y para el arca. símbolo de su presencia (8,19ss.29). Pero Dios no se restringe a ningún lugar ni a ninguna casa; lo hace proclamar por Jeremías en la casa misma que lleva su nombre (Jer 7, 2-14) y lo prueba a Ezequiel con dos visiones: en una de ellas la gloria de Dios abandona su casa profanada (Ez 10,18; 11,23); en la otra, la misma gloria aparece al profeta en la tierra pagana en que está desterrada la casa de Israel (Ez 1). Pero a esta casa que ha mancillado su nombre anuncia Dios que va a purificarla, a reunirla, a unificarla y a establecer en ella de nuevo su morada (36,22-28; 37,15s.26ss). Todo esto será efecto de la efusión de su Espíritu sobre la casa de Israel (39,29). Esta profecía mayor deja entrever cuál es la verdadera casa de Dios: no ya el templo material y simbólico, descrito minuciosamente por el profeta (40-43), sino la misma casa de Israel, morada espi ritual de su Dios.

3. La morada del Dios de los humildes.

Por otra parte, al retorno del exilio, se va a dar una doble lección al pueblo para liberarlo de su particularismo y de su formalismo; por una parte, Dios abre su casa a todas las naciones (Is 56,5ss; cf. Mc 11,17); por otra parte, proclama que su casa es transcendente y eterna y que, para ser introducido en ella, hay que tener un corazón humilde y contrito (Is 57.15; 66. ls; cf. Sal 15). Pero en esta morada celestial, ¿quién puede, pues, introducir al hombre? La misma sabiduría divina que va a venir a construir su casa entre los hombres y a invi tarlos a entrar en ella (Prov 8,31: 9,1-6).

III. LA CASA ESPIRITUAL DEL PADRE Y DE SUS HIJOS.

1. Cristo Jesús es. en efecto, la Sabiduría de Dios (Icor 1,24). Es la palabra de Dios que viene a habitar entre nosotros ha ciéndose carne (Jn 1,14). Es de la casa de David y viene a reinar en la casa de Jacob (Lc 1,27.33); pero en Belén, ciudad de David, donde nace, no halla casa en que lo reci ban (2,4.7). Si en Nazaret vive en la casa de sus padres (2,51), a los doce años testimonia ya que debe dedicarse a los asuntos de su Padre (2,49), cuya casa es el templo (Jn 2,16). En esta casa intervendrá con la autoridad del Hijo, que en ella se halla en su casa (Mc 11,17 p); pero sabe que está abocada a la ruina (13,1s p) y viene a constituir una nueva: su Iglesia (Mt 16,18; cf. 1Tim 3,15).

2. En el cumplimiento de esta misión no tendrá “casa” (Lc 9,58) ni familia (8,21); será invitado y se invitará en casa de los pecadores y de los publicanos (5,29-32; 19,5-10); en los que le reciban hallará una acogida unas veces fría, otras veces amistosa (7,36-50; 10,38ss); pero siempre llevará a estas casas el llamamiento a la conversión, la gracia del perdón, la revelación de la salvación, única cosa necesaria. A los discípulos que, siguiendo su llamamiento, dejen su casa y renuncien a todo para seguirle (Mc 10,29s), les dará la misión de llevar la paz a las casas en que los acojan (Lc 10,5s); al mismo tiempo que el llamamiento a seguir a Cristo, camino que lleva a la casa del Padre y promete introducirnos en ella (Jn 14,2-6).

Para abrirnos el acceso a esta casa, cuyo constructor es Dios y a la cabeza de la cual se halla él mismo en calidad de hijo (Heb 3,3-6), nos precede Cristo, nuestro sumo sacer dote, penetrando en ella con su sacrificio (6,19s; 10,19ss). Por lo demás esta casa del Padre, este santuario celeste es una realidad espi ritual que no está lejos de nosotros;”es nosotros mismos”, si por lo menos nuestra esperanza es indefectible (3,6).

3. Cierto que esta morada de Dios no se acabará sino cuando cada uno de nosotros, habiendo abandonado su morada terrena, se haya revestido de su morada eterna y celestial, de su cuerpo glorioso e inmortal (2Cor 5,1s; cf. 1Cor 15,53). Pero desde ahora nos invita Dios a colaborar con él para construir esta casa, cuyo fundamento es Jesucristo (1Cor 3,9ss), piedra angular y viva, y que está hecha con las piedras vivas que son los creyentes (1Pe 2,4ss). Cristo, dán donos acceso cerca del Padre, no nos ha hecho solamente entrar como huéspedes en su casa, nos ha otorgado ser “de casa” (Ef 2,18s), ser integrados en la construcción y crecer con ella; porque cada uno viene a ser morada de Dios cuando está unido con sus hermanos en el Señor por el Espíritu (2,21s). He aquí por qué en el Apocalipsis la Jerusalén celestial no tiene ya templo (Ap 21,22); toda ella es la morada de Dios con los hombres venidos a ser sus hijos (21,3.7) y que permane cen con Cristo en el amor de su Pa dre (Jn 15,10).

JEAN-MARIE FENASSE y MARC-FRANÇOIS LACAN